
El socialcomunismo tiene sus propios profetas, sus mártires de papel y, por supuesto, sus verdugos disfrazados de libertadores. Da igual si se trata de Madrid o de Bogotá, de Vallecas o de Zipaquirá: el patrón se repite con una sincronía casi demoníaca. La historia reciente nos ofrece un paralelismo tan grotesco como revelador entre José Luis Ábalos, el otrora todopoderoso ministro del PSOE, y Gustavo Petro, el presidente de Colombia. Uno y otro, hijos de la misma ideología degenerada, incubados en la podredumbre del terrorismo disfrazado de revolución, y hoy exhibidos como estandartes de la corrupción, la decadencia moral y la impunidad.
El español, apodado en su juventud "comandante Ábalos", no por su destreza militar, sino por su coqueteo con causas terroristas como la que encarnó el M-19, banda al servicio de Pablo Escobar, tuvo su momento de gloria como operador político de Pedro Sánchez. Dueño de la noche madrileña, amigo de los viajes opacos, las maletas misteriosas y los vínculos turbios con el régimen venezolano, protagonizó uno de los escándalos diplomáticos más repugnantes de la democracia española al recibir, en secreto y contra toda norma, a la narcovicepresidenta Delcy Rodríguez en el aeropuerto de Barajas. Fue el primer acto explícito de sumisión del sanchismo ante el narcoestado bolivariano.
A miles de kilómetros, Gustavo Petro, quien no necesitó apodos porque ya traía la infamia en el apellido político del M-19, asumía la presidencia de Colombia. Pero no como un exguerrillero arrepentido, sino como un terrorista en funciones, dedicado a reescribir la historia con sangre ajena y a gobernar a través de la amenaza, la intimidación y el caos institucional. Mientras Ábalos tejía redes de poder con maletines diplomático cargadas con oro robado a un pueblo oprimido, Petro alzaba su voz para justificar secuestros, expropiaciones, y hasta balas, siempre que vinieran del lado correcto de la revolución.
Ambos comparten algo más que la ideología: su compulsión por el vicio. Ya hemos visto los pasatiempos de Ábalos y su gusto por la prostitución de lujo y las juergas financiadas por los exprimidos contribuyentes españoles y oscuros contratistas. Petro, por su parte, arrastra una reputación similar: el descontrol etílico, el consumo de sustancias, las habitaciones de hotel destruidas durante celebraciones delirantes y los silencios cómplices de su entorno. La diferencia entre uno y otro es de geografía, no de esencia. Son dos facetas de la misma podredumbre.
La corrupción les sale por los poros. Ábalos cayó, no por remordimiento ni ética, sino porque sus tramas eran tan burdas que ya ni sus compañeros podían protegerlo sin arriesgarse. Fue arrojado al vacío, como se lanza una bolsa maloliente al contenedor. Petro, en cambio, aún conserva el poder, pero sus redes comienzan a deshilacharse. Los escándalos de su círculo íntimo —Laura Sarabia, Nicolás Petro, Armando Benedetti— son tan evidentes que hasta la Justicia colombiana, esa estatua ciega por conveniencia, empieza a sentir vergüenza.
Pero lo más inquietante no es su historial de excesos o sus prontuarios ocultos, sino su filosofía compartida. Ambos representan la amoralidad sistemática del narcosocialismo. No hay principios, no hay límites, no hay decencia. Solo poder, solo control, solo destrucción de las instituciones que no se someten. Esta ideología no produce estadistas, produce parásitos que devoran las democracias por dentro mientras agitan banderas de justicia social. Y lo hacen con una narrativa hábil, diseñada para los idiotas útiles que aplauden con fervor mientras les roban la libertad y el futuro.
Decía Séneca que "el alma se envenena cuando deja de indignarse ante el mal". Lo que vemos en figuras como Ábalos y Petro no es una desviación, es el modelo. Son el resultado natural de una ideología que desprecia la verdad, odia la excelencia y se alimenta del resentimiento. El socialcomunismo, en todas sus variantes, tiene una estética del fracaso: ensalza la pobreza, glorifica la marginalidad, santifica al criminal y desprecia al virtuoso.
Hoy, mientras Ábalos hace maletas judiciales en España y Petro se aferra a su desgastada retórica en Colombia, los pueblos que alguna vez creyeron en ellos comienzan a despertar. Tarde, tal vez. Pero despiertan. Y la caída de estos impostores será, sin duda, uno de los espectáculos más merecidos de esta época. Porque cuando un consigliere de la mafia roja termina en prisión o en el basurero político, la sociedad entera respira.
Ábalos y Petro: dos nombres, una vergüenza común. La izquierda degenerada, igual en todas partes.
