
La conclusión a extraer del episodio de los currículos inflados y los títulos falsos no es que haya políticos que mienten. Es que hay demasiados que no estudian. Las causas son tema aparte, pero hay que tener en cuenta que la política, tal como se ejerce hoy y aquí, resulta incompatible con la dedicación que exige el estudio. Incluso parece incompatible con la adquisición de una cultura. Esto significa que, por norma, el que no llegue estudiado a la política, no va a estudiar. De los fraudes curriculares que han salido a la luz, no pocos son de políticos que entraron en la noria cuando estaban en edad de hacer codos. Deberían haber esperado a terminar y a disponer de un oficio o profesión, pero aquí topamos con la oferta y la demanda. Los partidos tienen cada vez menos personal y acogen encantados al joven que llama la puerta, aunque vaya como van. La otra conclusión a sacar es que la cantidad de gente con buena formación y experiencia profesional que es tan ingenua, arriesgada y sufridora como para entrar en política desde abajo ya está en mínimos.
Pillados in fraganti varios de los suyos -y una de los otros- socialistas y socios de coalición ventilaron el feo asunto acusando a España de padecer la patología de "titulitis" y proclamando que a un político no le hacen falta títulos. ¿Entonces, señores y señoras, por qué se los inventan o, peor, los falsifican? Esto dicen que es por culpa de la titulitis, porque está tan sobrevalorado el título académico que un pobre político que no lo tiene se ve obligado, por la fuerza de la coacción social, a inventarse uno. Uno, dos o tres, que ya puestos, mejor variedad. Y si hace falta un título para obtener las ventajas de ser funcionario del grupo superior, alguno va y lo falsifica. En España hay buenas razones para que se valoren los títulos. Hace nada, en términos históricos, muy pocos tenían la oportunidad de estudiar. Al extenderse la enseñanza, un título daba fe de que se tenían ciertos conocimientos y abría la puerta a conseguir un buen empleo. Ya no es así, pero la degradación de los títulos toca fondo cuando una ministra de Universidades, como Diana Morant, convalida de facto una posible falsificación, porque implica a uno de su partido con buena "hoja de servicios".
En la España premoderna, la gente no engañaba ni se engañaba. Se sabía que la familia y los contactos sociales eran la vía para encontrar trabajo y alcanzar una posición. La España moderna, después de una breve fase donde parecía que la meritocracia iba en serio, tiende a funcionar igual que la antigua, pero bajo el engaño de que prevalece el procedimiento impersonal basado en el mérito. El título, precisamente el título, es el elemento acreditativo esencial para que el mérito sea lo que prime, y no la familia, el partido, los contactos o lo que fuere. Al contrario de lo que dijo la vicepresidenta Díaz, lo clasista es degradar los títulos y pervertir la meritocracia. Y lo populista es decir, como dijo, que le gustaría que hubiera ministras que fueran albañiles o limpiadoras. Si quiere, hoy puede renunciar a su cargo y proponer que la sustituyan por una de MasterChef, por aquello que dijo Lenin, que igual le suena, de que en el comunismo los más complejos asuntos de Estado los podría llevar una cocinera. Los políticos tienen que saber algo, algo más que decir frases para los titulares, atacar al adversario y conspirar contra los rivales internos. En el reality show de la política contemplamos la erosión de la meritocracia en España.
