
El presidente de Canarias se queja de la incapacidad de trasladar a la península a los menores no acompañados que su administración tutela. "No es creíble que un país de 50 millones de personas no tenga plazas de acogida para 1000 niños y niñas", declaró en su red social al frustrarse un traslado. Siempre que escucho al presidente Clavijo tengo una extraña sensación. Por un lado, se muestra de lo más protector con los menores, empático con el "dolor de esos niños y niñas" y alerta frente a la vulneración de sus derechos. Por otro, su protesta y sus exigencias revelan que está deseando que se los quiten de encima. Clavijo quiere dejar claro que es un humanitario al cien por cien, pero su humanitarismo tiene límites, como les ocurre a tantos otros.
Todo político español que no quiera ser arrojado a las tinieblas de la xenofobia y la ultraderecha va de humanitario por la vida, pero la realidad es que a los menas no los quiere nadie. Por unos u otros motivos, porque no hay plazas, por lo que sea es así. La profesión de fe humanitaria resulta ser nada más –y nada menos– que retórica forzosa de obligado incumplimiento. Salen con el corazón en la mano, proclaman que desean el bienestar de los menores y a la hora de la práctica el discurso se cae con estrépito. Esta incongruencia es constante y tiene consecuencias. La retórica artificiosa hace imposible establecer en España una política real respecto a los menas y a la inmigración en su conjunto.
El presidente canario interpelaba a la población española: un país de 50 millones de habitantes debe tener sitio para mil niños y niñas. Bastaría que unos miles de esos millones abrieran sus casas a esos menores, parece decir. No digo que quisiera decirlo, pero está presentando, de forma sentimental, la causa de un pequeño territorio insular al que le toca recibir oleada tras oleada de cayucos y pateras repletos, frente a un territorio mucho más grande, que no acaba de solidarizarse. Cierto que la península no sufre exactamente el mismo problema, pero deberá reconocerse –Clavijo incluido– que tiene que lidiar con una importante llegada de inmigrantes. Llegan por otras vías, menos dramáticas, pero llegan también por la vía de los traslados a la península desde las islas.
Al presidente Clavijo le he escuchado decir que los menores no acompañados que están en Canarias se comunican regularmente por teléfono con sus familias, pero como no quieren volver, no se les puede obligar. Así es la ley. Mientras la tengamos, los menores seguirán viniendo en cayucos y pateras porque saben, y sus familias saben, que se quedarán en España. Primero en Canarias y luego, más pronto o más tarde, en la península. Lo mismo, por cierto, que muchos adultos. Clavijo tendría que ser consciente de la paradoja. De que cuanto más traslados a la península se hagan, sea de menores, sea de adultos, más se incentivan las llegadas por mar de los cayucos y pateras a su comunidad autónoma. Lo que permite aliviar momentáneamente la saturación en las islas, promueve también que continúe y crezca la oleada migratoria hacia ellas.
La incapacidad de la que se queja Clavijo es la menor de las incapacidades. La incapacidad más incapacitante es la que lleva a carecer de algo parecido a una política migratoria orientada a frenar las oleadas. Tenemos, de facto, una política de fronteras abiertas y lo único que se discute –y se permite discutir– es cómo distribuir a los que van llegando. Con una política de acogida como la actual y sin ninguna voluntad política, esto irá in crescendo.
