Jefferson, Mandela, Gandhi y otros racistas del montón
La historia no es un museo de santos. ¿Quién era Kennedy sino un Ábalos guapo? El socialista español trataba mejor a sus churris que el presidente a Marilyn Monroe.
«Hicimos escala en Jartum, donde abordamos un vuelo de las líneas aéreas etíopes hacia Addis. Allí experimenté una extraña sensación. Al subir al avión vi que el piloto negro. Jamás había visto antes un piloto negro, y cuando lo hice tuve que sofocar el pánico. ¿Cómo iba a pilotar un avión un hombre negro?»
¿Qué le parece, estimado y para nada racista lector, cancelamos al autor de este párrafo infame en el que alguien muestra su desprecio hacia los negros? El único problema que se me ocurre es que el autor de la frase era también él de raza negra. Bueno, tampoco es esa excusa porque del mismo modo que hay mujeres machistas y misóginas, también puede haber negros racistas como el esclavo interpretado por Samuel L. Jackson en Django desencadenado de Tarantino. Pero es que nuestro negro racista de la cita es Nelson Mandela, paradigma de la lucha antirracista y en contra del apartheid. Lo contó él mismo en su autobiografía El largo camino hacia la libertad, quien tenía paradas en el racismo, arrepintiéndose, eso sí, en ese mismo momento de esa desconfianza hacia las capacidades cognitivas de los de piel oscura.
También es verdad que Mandela no exigió que derribaran ninguna estatua en su honor ni que le borraran los libros. En lugar de eso, pidió comprensión histórica y, sobre todo, pidió que aprendiéramos de sus errores en vez de fingir que nunca existieron. Eso es grandeza. Lo otro, lo que hoy se estila, es puro infantilismo moral.
Porque si aplicamos el criterio puritano del presentismo (juzgar el pasado con los valores del presente como si los hombres de 1780 o 1940 tuvieran que haber nacido ya con el software ético de un máster de género de la Complutense), entonces hay que dinamitar medio planeta. Empecemos por Thomas Jefferson, cuya estatua han retirado esta misma semana del Ayuntamiento de Nueva York con la excusa de que fue esclavista. ¡Vaya descubrimiento! El hombre redactó la Declaración de Independencia teniendo esclavos y creyendo que los negros eran intelectualmente inferiores. El problema es que prácticamente todo el mundo culto de su época, incluidos muchos abolicionistas tempranos, creían lo mismo. Poquísimos eran como John Adams, pero incluso él era un abolicionista gradual. Y, sin embargo, Jefferson puso por escrito que «todos los hombres son creados iguales», frase que luego los esclavos negros usarían como ariete para volar la institución que él nunca se atrevió a abolir del todo. Paradoja, sí. Hipocresía, también. Pero, sobre todo, motor de la historia.
Si derribamos a Jefferson por esclavista, habrá que derribar también a Simón Bolívar (que llamaba a los pardos «raza híbrida degenerada»), a Abraham Lincoln (que en 1858 decía que la diferencia física entre blancos y negros impediría para siempre la igualdad social), a Mahatma Gandhi (que en Sudáfrica pedía no ser tratado «al mismo nivel que los kaffirs (negros)»), a Winston Churchill (que pensaba que donde estuviese un anglosajón –a ser posible criado en Eton, gordo y alcohólico–, se quitasen los demás) y, ya puestos, a Voltaire, padre de la Ilustración, que situaba a los negros entre el hombre y el mono.
¿Y qué hacemos con el propio Mandela? ¿Le quitamos el Nobel porque en 1961, antes de entrar en prisión, aún llevaba dentro el veneno colonial que él mismo denunciaría después? ¿Le borramos la frase incómoda de su libro y fingimos que siempre fue el santo inmaculado que nos conviene hoy. Lo que revela esta fiebre iconoclasta no es indignación moral, sino cobardía intelectual, una gigantesca estupidez histórica y, sobre todo, un resentimiento y acomplejamiento personal. Porque los que derriban estatuas nunca se preguntan quién será el siguiente cuando los estándares sigan moviéndose (y siempre se mueven). Hoy es Jefferson por esclavista; mañana será Martin Luther King por sus supuestos comentarios machistas grabados por el FBI; pasado será el propio Mandela por aquel pasajito del piloto negro. Y dentro de veinte años, cuando hayamos descubierto que alguien usó una palabra hoy inocua que entonces será delito de odio, nos tocará a nosotros.
La historia no es un museo de santos. ¿Quién era Kennedy sino un Ábalos guapo? El socialista español trataba mejor a sus churris que el presidente a Marilyn Monroe. La historia es, más bien, un hospital de enfermos que, a veces, curaron a otros mientras seguían enfermos ellos mismos. Jefferson fue un racista que escribió la frase más subversiva de la modernidad. Mandela fue un racista interno que se convirtió en el mayor símbolo antirracista del siglo XX. Lincoln fue un supremacista blanco que firmó la emancipación. Gandhi fue un racista anti-negro que enseñó al mundo la resistencia pacífica.
Quitarles las estatuas no nos hace más puros, mucho menos mejores personas: nos hace más ignorantes, más hipócritas, más cobardes, más resentidos. Y la ignorancia, la hipocresía, la cobardía y el resentimiento son el empedrado de un camino oscuro hacia el crimen, la violencia y, lo que es peor, la estupidez.
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