Colabora
Emilio Campmany

Aislacionismo y rearme

No podemos dar por seguro que los EEUU vendrán por tercera vez a salvarnos. Lo que sí podemos hacer es no equivocarnos nosotros.

Cordon Press

Lo que está haciendo Donald Trump con la política exterior norteamericana no tiene naturaleza revolucionaria sino reaccionaria. La protección que a los Estados Unidos dan dos océanos, un vecino débil y otro amigo le han permitido, desde que se fundaron el 4 de julio de 1776, desentenderse de los líos europeos. Aquí, en nuestro continente, cuando la gran nación vino al mundo, llevábamos matándonos desde los tiempos de Indíbil y Mandonio. Y con especial crueldad a partir de la invasión de Italia por parte de Carlos VIII de Francia. A Estados Unidos le dio igual que siguiéramos haciéndolo con la ferocidad de siempre con tal de que dejáramos en paz su hemisferio, que es lo que viene a decir la doctrina Monroe de 1823.

Woodrow Wilson ganó las elecciones de 1916 gracias a la firme promesa de no meter a su país en la que entonces todavía se llamaba la Gran Guerra. Y hubiera honrado su compromiso de no ser por la guerra submarina sin restricciones decretada por los alemanes a principios de 1917. Cuando Berlín empezó a hundir mercantes estadounidenses que se dirigían al Reino Unido, Wilson declaró la guerra a Alemania, trasladó hasta este lado del Atlántico dos millones de soldados y ganó el conflicto para los aliados. Pero, impuso sus condiciones, bajo la forma de lo que se ha conocido como idealismo internacionalista que, para la ocasión, se resumió en los bien intencionados Catorce Puntos. Clemenceau se reía de la vanidad de su mesiánico amigo recordando que hasta el mismo Dios se había conformado con diez.

Pero, los electores de Wilson no estaban contentos con esta excesiva implicación de los norteamericanos en los turbios asuntos europeos. En las elecciones de mitad de mandato, las de 1918, los republicanos se hicieron con la mayoría en las dos cámaras y lo acordado por Wilson en París no fue ratificado. Esto hizo que los Estados Unidos se desentendieran de la gran creación de su presidente, la Sociedad de Naciones.

Influyera poco o mucho la deserción norteamericana, la nueva institución fue incapaz de evitar una nueva conflagración mundial veinte años más tarde. Nuevamente, un presidente demócrata, Franklin D. Roosevelt, ganó las elecciones de 1940 prometiendo mantener a su país fuera de la contienda. Y de nuevo los Estados Unidos tuvieron que intervenir tras el ataque japonés a Pearl Harbor (7 de diciembre de 1941) y la consiguiente declaración de guerra de Hitler a los norteamericanos. Roosevelt retomó la idea de Wilson con bases más realistas y se creó la Organización de las Naciones Unidas. Estados Unidos se implicó en los asuntos mundiales de un modo que muchos en Europa creyeron ingenuamente que sería para siempre. Gracias al paraguas nuclear norteamericano y a haber firmado la mayoría de nosotros el tratado de no proliferación, pudimos dedicar lo mucho que ahorramos en defensa a la creación de nuestros enormes Estados del bienestar.

Pero hoy, nuevamente los republicanos conducen a su país a su aislacionismo tradicional. Y parece que de nuevo volveremos a matarnos los unos a los otros ahora que Rusia, como antes lo intentó Alemania, pretende hacerse con el dominio de nuestro continente. Quizá los norteamericanos estén otra vez equivocándose. Y tal vez su retirada sólo sirva para que tengan más adelante que intervenir a un precio mucho más elevado de lo que ahora les costaría preservar la paz. Pero no podemos dar por seguro que vendrán por tercera vez a salvarnos. Lo que sí podemos hacer es no equivocarnos nosotros. Esto exige armarnos lo suficiente como para poder defendernos de Rusia y, si fuera posible, disuadirla de atacarnos. No lo estamos haciendo por no renunciar a nuestro carísimo Estado del bienestar. Y nos arriesgamos a quedarnos al final sin Estado y sin bienestar.

Temas

Ver los comentarios Ocultar los comentarios

Portada

Suscríbete a nuestro boletín diario