Han pasado ocho meses desde los ataques terroristas del 11 de Septiembre. Por primera vez en trescientos años, un político holandés cae asesinado.
La vida política de Wilhelmus Simon Petrus Fortuyn fue muy corta, pero duró lo suficiente como para provocar una honda conmoción en los Países Bajos. Antes de él, la política holandesa era un club cerrado cuyos miembros, fueran del partido que fueran, mantenían puntos de vista prácticamente idénticos sobre los asuntos fundamentales y aborrecían los conflictos abiertos, las discusiones francas. En la misma onda se movía el mainstream media. ¿Que quizá el pueblo no compartía las opiniones de la élite en cuestiones especialmente sensibles, sobre todo en lo relacionado con la inmigración musulmana? Apenas importaba: los que movían los hilos del espectáculo, ya digo, estaban todos de acuerdo. Eran lentejas.
Entonces salió a escena Pim Fortuyn, un sociólogo que había impartido clases en las universidades de Groningen y Rotterdam y que venía manifestando una creciente preocupación tanto por la llegada de musulmanes a Holanda como por la indiferencia del Estado ante sus consecuencias. Por una parte, el Gobierno se dedicaba a subsidiar generosamente a las familias inmigrantes, a procurarles escuelas, mezquitas, centros comunitarios; por otra, apenas trataba de integrar a los recién llegados, y rehusaba combatir sus valores antidemocráticos, patriarcales y con frecuencia brutales. Fortuyn, un homosexual para nada encerrado en el armario y perfectamente consciente de lo que había costado que los gays contasen con los derechos con que contaban, consideraba que el auge del islam en Europa representaba una amenaza no sólo para la pervivencia de tales derechos, sino para todo lo que él valoraba y defendía.
Y así lo decía, alto y claro, con una elocuencia poderosa, sin miedo. Ya en 1997 había publicado Tegen de islamisering van onze cultuur (Contra la islamización de nuestra cultura), uno de los primeros libros en dar la voz de alarma sobre la penetración del islam en Occidente. Tan sólo unos días antes del 11 de Septiembre, Fortuyn escribirá que el islam ha sustituido al comunismo como gran amenaza para el Mundo Libre.
En lugar de tenerlo por un profeta, la clase política verá en Fortuyn una amenaza. Pocos días después del 11-S, y mientras en las calles de Holanda holandeses de origen marroquí festejaban el desmoronamiento de las Torres Gemelas, el ministro del Interior, Zaken de Vries, advertirá de que los servicios de inteligencia "estarán muy atentos" no a lo que haga ese estentóreo enemigo interno, sino a lo que hagan "las personas que quieren (...) provocar una guerra fría contra el islam". La alusión a Fortuyn era clara.
En noviembre de 2001 Fortuyn se convertirá en el líder de un nuevo partido, Holanda Habitable, del que será expulsado apenas tres meses más tarde por arremeter contra sus propios compañeros de formación. "Son las doce menos cinco; no sólo en Holanda, sino en toda Europa", había alertado. El desastre, decía, está a la vuelta de la esquina, pero el establishment se dedica a sestear.
Lo echan, decíamos. Y él, entonces, funda un nuevo partido. Y cuanto más habla, más y peores son los insultos que le dedican los políticos y los periodistas, que le acusan, a él, liberal de toda la vida, de ultraderechista y de racista; de ser un nuevo Mussolini, o directamente Hitler.
Fortuyn no era ningún racista. Como afirmaba en un artículo publicado ocho días después del 11-S, "el islam (...) no se ve constreñido por una raza". El problema reside en "una ideología hostil a nuestra cultura", es decir, a la cultura liberal. Una ideología que no reconoce la legitimidad de un Gobierno laico; que no protege los derechos de las minorías (incluso en el relativamente liberal Egipto, 52 homosexuales habían sido encarcelados en fechas recientes "sin ningún tipo de garantías procesales"); que no respeta las libertades de opinión, expresión y conciencia ni reconoce la igualdad de la mujer, forzada a desempeñar un papel de sometimiento y obediencia que la mantiene "tan lejos de la mirada pública como sea posible". Una ideología, en fin, que no respeta los derechos individuales (en los países islámicos, escribía Fortuyn, son la familia, el grupo y la tribu, y no el individuo, las estructuras sociales básicas).
Fortuyn no daba la espalda a la dura realidad: la integración había fracasado, los imanes que gobernaban los guetos musulmanes expresaban sus opiniones antidemocráticas cada vez con más descaro (en 2001, el imán de Rotterdam denunció públicamente la homosexualidad); y el peligro sólo podía ir a más, debido a las altas tasas musulmanas de natalidad, a la inmigración continua y a la inculcación, en las escuelas islámicas, de prejuicios tiempo ha superados en los Países Bajos.
¿Cómo afectarían en el futuro dichas tendencias a Holanda, a la que Descartes había descrito como el único país de la Tierra donde uno podía encontrar la libertad absoluta? Por ejemplo, ¿qué sería del matrimonio entre homosexuales cuando los musulmanes fundamentalistas hubieran ganado suficiente poder para erradicarlo? En los países islámicos el matrimonio gay no es que esté prohibido: es que allí se ejecuta a la gente por practicar la sodomía. Fortuyn era perfectamente consciente de que si aquellos de sus nuevos compatriotas abonados al fundamentalismo islámico se salían con la suya, también en Holanda se impondría ese tipo de castigos.
¿Y qué decir de los derechos de las mujeres? Fortuyn sabía que en las comunidades musulmanas establecidas en su país había mujeres y niñas que, aunque nacidas en Holanda, apenas eran más libres que en el Afganistán de los talibanes, lo cual debería enfurecer a todo aquél que creyera en el principio básico de igualdad. Sin embargo, y a pesar de su cacareado apoyo a los ideales feministas, la mayor parte de los políticos se negaba a abordar la cuestión. Fortuyn, en cambio, decidió coger el toro por los cuernos; no como ejercicio de intolerancia, sino como reacción responsable contra la crisis que se avecinaba, ante la que el establishment político y mediático se mostraba sordo y ciego.
Así lo entendieron millones de holandeses. Acostumbrados como estaban a unos líderes políticos muy dados a acallar las controversias y emplear fórmulas vacuas, se mostraron tan sorprendidos como encantados de que hubiera alguien que dijera lo que ellos llevaban tanto tiempo pensando. Y se convirtieron en sus más ardientes partidarios. Eran gentes de todo tipo, social y políticamente hablando. Fortuyn ya estaba listo para transformar Holanda... y mostrar el camino al resto de Europa Occidental.
Y cuando estaba a punto de lograr esa victoria electoral que habría posibilitado la adopción de reformas extraordinarias sobre inmigración y el desencadenamiento de un auténtico terremoto político en Europa, Fortuyn cae asesinado. La explicación que ofreció Van der Graaf sobre el móvil del crimen era de la misma catadura que las mentiras que se habían venido vertiendo sobre Fortuyn cuando estaba vivo. Pero la ciudadanía ultrajada no pasó por ahí y culpó de lo ocurrido, con toda justicia, a los medios de comunicación y a la clase política. De ahí que los líderes del país se sintieran obligados a asumir al menos una parte del programa de Fortuyn y procedieran a reformar, parcialmente, las leyes migratorias y las políticas de integración.
Entre quienes demandaban tales cambios se contaban dos valerosos amigos de Fortuyn: el escritor y cineasta Theo van Gogh y la político de origen somalí Ayaan Hirsi Ali. Como es bien sabido, ambos han sido arrojados del escenario: Van Gogh fue brutalmente asesinado por un islamista holandés de origen marroquí en una calle de Ámsterdam en noviembre de 2004, mientras que, en 2006, Hirsi Ali fue objeto de una feroz persecución por parte de sus propios compañeros de partido, deseosos de librarse de tan molesta voz; persecución que, dicho sea de paso, acabó tumbando al Gobierno de turno. Cuando Hirsi Ali puso rumbo a Washington, a finales de ese infausto 2006, las encuestas reflejaban la alegría que buena parte de los holandeses sentía por su partida; y uno tenía la inevitable sensación de que la élite holandesa había recobrado su poder y de que la ciudadanía, harta de los interminables debates sobre islam, inmigración e integración, saludaba el retorno del statu quo ante.
Mis sospechas se vieron confirmadas por los resultados de las elecciones de marzo de 2006, en las que, increíblemente, la inmigración pasó a segundo plano y los partidos Socialista y Laborista, filomusulmanes, obtuvieron un abultado triunfo. La esperanza y la determinación que había traído Fortuyn fueron reemplazadas por la confusión, el miedo y el malestar, por la resignación ante la lenta islamización del país, que tendrá consecuencias desastrosas.
Es difícil no pensar que los asesinos de Fortuyn y Van Gogh consiguieron también acabar con el instinto de supervivencia de Holanda. No es de extrañar, pues, que cada vez más holandeses, especialmente los jóvenes y los mejor formados, estén emigrando a lugares como Canadá, Australia y Nueva Zelanda.
Todavía hay quien, como el parlamentario Geert Wilders, continúa la lucha de Fortuyn. Pero la ocasión se ha perdido. Los políticos y los periodistas que ayer silenciaban la rápida islamización del país hoy la defienden como alternativa al conflicto entre culturas. Así, el alcalde de Ámsterdam, Job Cohen, ha abogado por llegar a un "acomodo" con los musulmanes que comprenda la tolerancia hacia "la discriminación deliberada que ejercen los musulmanes ortodoxos contra sus mujeres". Un desolador número de holandeses están con él. Entre tanto, la página web Expatica informaba en abril de 2007 de que Wilders había sido llamado al orden por los servicios de seguridad e inteligencia del país: según sus propias palabras, lo habían "intimidado" con el objeto de que rebajara el tono de su discurso sobre el islam. El breve pero brillante momento de Fortuyn parece hoy tan lejano...
Ahora bien, ha de reconocerse que su impacto trascendió las fronteras holandesas. La canciller alemana, Angela Merkel, el primer ministro danés, Anders Fogh Rasmussen, y el presidente francés, Nicolás Sarkozy, han adoptado medidas similares a las que propugnaba Fortuyn para combatir las violencias, coacciones e intentos de censura musulmanes. Asimismo, algunos medios de comunicación se muestran ahora más receptivos a estos planteamientos. Pero la élite políticamente correcta todavía domina la prensa, los tribunales y las burocracias estatales de Europa. Así las cosas, vemos que han cobrado intensidad tantos los esfuerzos por proclamar la verdad como los que tienen por objetivo silenciar o castigar a quienes los emprenden. Los líderes musulmanes que pretenden someter, sin prisas pero sin pausas, Europa a la sharia han encontrado unos formidables compañeros de viaje en dicha élite, que piensa que ignorando y deformando el islam y escupiendo sobre los herederos de Fortuyn el mismo veneno que escupió Van der Graaf sobre éste sirve a la causa de la armonía social.
Son muchos los asesinatos políticos que han dejado tras de sí un reguero de inolvidables preguntas sin respuesta. ¿Cómo habría sido la Reconstrucción con Lincoln? ¿Se habría evitado con JFK la debacle de Vietnam?... Cinco años después del asesinato de Fortuyn, uno siente que Volkert van der Graaf hurtó a Europa no sólo un brillante y elocuente campeón de la libertad, sino una oportunidad única para salvarse antes de que sea demasiado tarde.
NOTA: Este artículo forma parte del número 32 de LA ILUSTRACIÓN LIBERAL, ya disponible en los puntos de venta habituales.
Pinche aquí para acceder a la página web de BRUCE BAWER.