De vez en cuando los británicos realizan una serie o una película de cuando eran los amos conscientes del mundo, siempre con un toque de nostalgia, jamás pidiendo perdón por ello. Arriba y abajo marcó el sendero que luego siguieron Maurice (James Ivory), Retorno a Brideshead (la serie), La casa de la alegría (Terence Davies), Lo que queda del día (James Ivory). Incluso podríamos considerar en esta lista la rara avis de Martin Scorsese, La edad de la inocencia.
Downton Abbey continúa esta tradición de rememorar tiempos en los que el espíritu humano consiguió alcanzar una de las cumbres de la civilización. A un precio, claro está. La educación y las maneras exquisitas no estaban reñidas, todo lo contrario, con la mezquindad y la deshonra. Por otra parte, la nobleza heráldica no se correspondía automáticamente, en ocasiones era antagónica, con la nobleza de espíritu.
Corre 1912. Concretamente, el 15 de abril. A Downton Abbey llega la noticia de que se ha hundido el Titanic. Y con él un par de miembros de la familia. Concretamente, los que estaban destinados a heredar la propiedad, que no es solo una propiedad sino todo un símbolo: de la tradición, los valores y el honor de una familia, la aristocrática Crawley. Por una excéntrica cuestión testamentaria, sólo puede heredar un varón, así que, al tener solo hijas, el propietario tendrá que ceder Downton Abbey y todo el capital asociado a un pariente que no solo es un completo extraño, es que además es abogado, es decir, es un burgués, alguien que (¡horror!) se gana la vida trabajando. En Downton Abbey hay miembros de la familia que ignoran lo que es un fin de semana.
El guión está construido con sabiduría, combinando una larvada crítica a la desigualdad social con una rendida admiración al estilo de vida aristocrático. Estamos justo en el momento en el que se va producir la rebelión de las masas (el ensayo de Ortega y Gasset es de 1930), pero los amos todavía mandan olímpicos y los esclavos obedecen con alegría y agradecimiento. Pero aunque no está aliñada con el vitriolo que Harold Pinter rociaba en obras como El mensajero o El sirviente, lo cierto es que ese mundo idílico sí que comienza a resquebrajarse. Pero sin histeria ni maniqueísmos simplistas a lo Ken Loach.
Julian Fellowes ha concebido la serie desde un punto de vista individualista. Lo que importa no es tanto a qué clase perteneces sino tu actitud moral. Las verdaderas alianzas que se establecen entre los miembros de las clases aristocrática, burguesa y obrera no se deciden por una cuestión de conciencia de clase, sino por la hechura psicológica de los personajes, más allá de su educación y su posición social. Un planteamiento que haría bien en asimilar el alcalde de Getafe, para que no vuelva a insultar a los que, siendo de su clase, no actúan, piensan y votan como él.
Aunque la obra es coral y son al menos dieciocho los personajes con mucha tela que cortar, hay dos que se llevan la palma: en primer lugar –las señoras primero–, la hija de Lord Grantham, la bella y altiva Lady Mary, que al ser despojada de su derecho de primogenitura tiene que pasar por el aro de buscar un marido de altura social y económica; en segundo lugar, el ayuda de cámara de Lord Grantham, Bates, que no sólo está cojo, sino que tiene un pasado secreto y tenebroso. Con el foco puesto en estos dos personajes, absolutamente creíbles, el suspense relacionado con las peripecias del funcionamiento cotidiano de este microcosmos se entremezcla con la curiosidad por la evolución psicológica de unos personajes enfrentados a una transmutación de los valores tan rápida y radical, que los dejará casi siempre al borde el abismo. Aunque –y aquí reside gran parte de la gracia de la serie y de las películas mencionadas anteriormente–, el romanticismo desatado que impregna el aire de Downton Abbey se ve matizado, que no reprimido, por la flema británica, esa capacidad de modulación de las emociones y de contención de la gestualidad que tan bien practican los actores ingleses, perfectos en la dicción, jamás histriónicos, siempre intensos.
Sólo les pido que vean el primer capítulo, en sí una joya del viejo principio aristotélico de planteamiento, nudo y desenlace; aunque, como este último está abierto, no tendrán más remedio que ver el segundo... y, tirando del hilo, llegar al tercero, que es sublime. Ahí ya estarán más enganchados a la musiquilla de la serie que Richard Burton a Elizabeth Taylor (y viceversa), Leire Pajín a sus prohibiciones (la ministra apela a la salud pública para despistar) o Ricky Gervais al insulto (él los llama "chistes" para disimular) a los famosillos de Hollywood.
En marzo comenzará el rodaje de la segunda temporada, que no se emitirá hasta finales de año. Para entonces ya estará en pleno funcionamiento la ley Sinde contra las descargas. Pero conozco a más de uno que se declarará insumiso en cuanto la serie comience a difundirse por la red...
DOWNTON ABBEY(Reino Unido, Carnival Films, 2010). Creador y guionista: Julian Fellowes. Intérpretes: Maggie Smith, Hugh Bonneville, Elizabeth McGovern, Penelope Wilton, Dan Stevens, Michele Dockery, Laura Carmichael, Jessica Brown-Findlay, Jim Carter, Phyllis Logan, Lesley Nicol, Brendan Coyle, Siobhan Finneran, Rob James-Collier.
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