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MEMORIAS ERRÁTICAS

Pedro Navaja, Doris y el Chavalito

En Esmeraldas no había esmeraldas, pero estaba Doris. Era una suiza con la que habíamos compartido casa en Basilea. Aquel año de 1984 se había ido a Perú y a Ecuador a fin de aprender español con un programa que incluía familias de acogida. En Lima le habíamos hecho una visita. En Quito nos dijeron que estaba en Atacames,  donde la familia disponía de una casita de verano.

En Esmeraldas no había esmeraldas, pero estaba Doris. Era una suiza con la que habíamos compartido casa en Basilea. Aquel año de 1984 se había ido a Perú y a Ecuador a fin de aprender español con un programa que incluía familias de acogida. En Lima le habíamos hecho una visita. En Quito nos dijeron que estaba en Atacames,  donde la familia disponía de una casita de verano.
Detalle del poster de un musical dedicado a Pedro Navaja.
Ecuador tenía, para el visitante, una ventaja sobre sus vecinos: su tamaño. En pocos kilómetros cuadrados reunía un muestrario de paisajes y climas de la América andina. La costa, la selva y la montaña se encontraban a distancias que un humano podía recorrer en autobús sin agotarse.
 
Después de los larguísimos recorridos peruanos, el viajecito de Quito a la provincia de Esmeraldas era como un trayecto de metro. Sólo en un país así podía usarse el diminutivo con la profusión y audacia de los ecuatorianos, que no decían "uno", sino "unito". ¿Cuántas humitas quiere? Unita nomás. Las humitas eran unas ricas empanadillas de pasta de maíz que se cocían envueltas en la hoja del maíz. Era alimento de montaña. En la costa, adonde llegamos en una buseta lenta como un caracol y  rebosante de gente, reinaban las frutas tropicales. Había también otra nota diferente: allí vivía el grueso de la población negra del país.
 
Atacames venía a ser el Benidorm quiteño, pero sin edificios de apartamentos ni hoteles. Era un pueblo costero, de pescadores, casas de madera en diversos estadios de deterioro y unos pocos locales que atestiguaban la existencia de un turismo incipiente. Preguntando aquí y allá, entramos en un laberinto de casas en cuyos terrenitos campaban las gallinas y los chanchos y que amenizaba el sonido de una canción que yo no conocía aún, pero que terminaría aprendiéndome de memoria. Era 'Pedro Navaja', el tema de Blades, y salía de la radio de un vecino que se encargaba de suministrar música a todo el barrio. Todos los días veríamos pasar al del diente de oro y a la mujer del 38 Smith and Wesson del especial.
 
El punto fuerte de Atacames era su playa, una playa espectacular, larga, de arena blanca  y fina, a la que las aguas del Pacífico llegaban amansadas, pero con resaca. En un extremo del arenal se les podían comprar langostinos recién capturados a los pescadores. Y en el otro extremo, en el lugar más fotogénico, estaba el Chavalito.
 
Era un conjunto de cabañas para turistas, construidas bajo un palmeral y regentadas por su dueño y fundador, el Chavalito mismo, un asturiano bajito, fuerte y simpático, radicado hacía años en Ecuador. Andaba siempre en pantalones cortos y sin camisa,  y parecía eso, un chaval de la calle. Pero su negocio era el mejor y el más cuidado de la playa. Los extranjeros que caían por Atacames iban todos allí.
 
Cuando llegó la familia de Quito a pasar unos días festivos Jan y yo nos trasladamos a los dominios del asturiano. Allí oí hablar por primera vez  de Otavalo, un pueblo en las montañas, no lejos de Quito. Una pareja de alemanes nos contó maravillas. Entre las rarezas del lugar mencionaron la existencia de una Academia Cultural montada por una americana.
 
La playa de Atacames.Los designios de Jan y los míos empezaban a  divergir seriamente. Nada nuevo. Sentía yo cansancio de la vida trashumante y me proponía "hacer algo", aunque no supiera bien qué, que me permitiera establecerme un tiempo en alguna parte. Jan no estaba por la labor y se había empecinado en una de sus misiones imposibles: ir a las montañas del sur ecuatoriano y conseguir que un artesano de allí le hiciera una bolsa de cuero siguiendo sus instrucciones.
 
Un buen día, Jan marchó y yo me quedé en Atacames. Decidí montar algo, para ir probando fortuna, un curso para aquellos quiteños que venían a pasar las vacaciones al pueblo. ¿Y qué más fácil y apropiado que el yoga? Hicimos varios carteles y, con Doris y un amigo suyo que se prestó al circo, ofrecimos una demostración en la playa. La hicimos delante del camping donde se reunía, suponía yo, la potencial clientela. Nos hicieron corro y quedaron admirados, nos felicitaron calurosamente por nuestra flexibilidad, pero nadie quiso apuntarse a hacer el ridículo en público.
 
Doris salía con aquel chico a dar una vuelta por las noches. Una noche no regresó. Lo haría al amanecer y con una brutal experiencia a sus espaldas. Unos policías los habían detenido a ella y a su acompañante cuando estaban en la playa, los habían llevado a la comisaría y, allí, los guardias la habían violado. Parecía tranquila mientras lo contaba.  Pero aquel suceso terrible iba a marcar el destino de la chica dulce y amable. No mucho tiempo después entraba en una comunidad musulmana del sur de los Estados Unidos. No habíamos podido hacer nada contra los autores de aquel atropello incalificable. ¿A quién recurrir? ¿Cómo probarlo? La desprotección frente al delito, y más frente al que cometieran policías o similares, era casi absoluta fuera del mundo del que veníamos.
 
Jan regresó y no despejó las sombras que se habían abatido sobre nosotros tras aquel episodio. Había hecho el encargo de marras, y se proponía volver al cabo de un par de semanas a las montañas para recoger la bolsa de sus amores. Los días que permanecimos en Atacames se recoció la tensión entre nosotros. Cuando al tiempo le dio por estropearse, desluciendo el atractivo de la playa, pusimos rumbo a Quito.
 
El viaje de vuelta, como es ley, fue peor que el de ida. Llegamos a la estación de autobuses de Quito de noche, cansados, hambrientos y con los nervios a flor de piel. Alejada como estaba del núcleo urbano, aún había que tomar varios vehículos renqueantes para arribar a la parte alta de la ciudad. Allí estaba el ya conocido hotel Viena, en el que nos proponíamos pernoctar.
 
La madame, redicha y ceñuda, aunque suavizaba su gesto con Jan, nos acompañó escaleras arriba para mostrarnos nuestro cuarto. Al subir notamos un intenso olor a barniz. Jan arrugó la nariz y se puso gravemente serio. Aquel olor iba a cambiar por completo el curso de mi viaje. Por decirlo al modo del estribillo de ‘Pedro Navaja’,  la vida te da sorpresas.
 
 
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