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ECONOMÍA

Los keynesianos no tienen nada que ofrecer

El Financial Times ha montado un "gran debate" sobre la necesidad, o no, de alcanzar la austeridad presupuestaria. Bien está, aunque de momento ninguna de las respuestas me resulta convincente. Las hay contrarias a que los déficits perduren, como la de Niall Ferguson, pero por desgracia las bases teóricas sobre las que se asientan son bastante endebles.


	El Financial Times ha montado un "gran debate" sobre la necesidad, o no, de alcanzar la austeridad presupuestaria. Bien está, aunque de momento ninguna de las respuestas me resulta convincente. Las hay contrarias a que los déficits perduren, como la de Niall Ferguson, pero por desgracia las bases teóricas sobre las que se asientan son bastante endebles.

La columna que más me ha llamado la atención ha sido la de Brad DeLong, economista de cuya honradez intelectual no cabe dudar, pues, aparte de mentir sobre la naturaleza liquidacionista del ex presidente estadounidense Herbert Hoover y de ser el compinche del  mendaz Krugman, es uno de los más fervorosos críticos de Hayek... pese a reconocer que no le ha entendido.

En su columna, DeLong nos dice que, en el mercado, cuando hay un exceso de oferta de algunas mercancías es porque hay un defecto en la oferta de otras: si hay coches que no se venden, sostiene DeLong, eso quiere decir que se han producido demasiados automóviles y muy pocos televisores; es decir, la gente no quería coches, sino teles.

El argumento es correcto, y es ni más ni menos lo que vino a decir Jean Baptiste Say en la hoy injustamente denostada ley que  lleva su nombre. El problema surge cuando DeLong pretende ir un poquito más allá, se pone a hacer saltos mortales keynesianos y defiende que lo que hoy se está demandando en exceso (aquello que estamos infraproduciendo) son activos seguros como el dinero o, sí, deuda pública del Gobierno de EEUU. Así, con el despilfarro público todos ganamos: dado que los agentes están demandando deuda pública, es un deber del Gobierno incurrir en enormes déficits para proporcionársela; una vez todas las demandas obtengan satisfacción de sus respectivas ofertas, la crisis llegará a su fin.

No voy a pararme a examinar la parte más flagrantemente torpe del argumento: si el Gobierno estadounidense sigue endeudándose sin límites, su deuda dejará de ser un activo seguro. DeLong trata de refutar esta posibilidad, pero no es ni mucho menos el principal defecto de su exposición. Sea como fuere, baste decir que la conclusión a la que llega mueve a la compasión: según este economista, los mercados financieros nos avisarán cuando la solvencia de EEUU se resienta, y sólo entonces habrá llegado la hora de ser austeros. Los keynesianos llevan años (décadas) echando pestes de la especulación y del ingenuo argumento de que los precios de mercado resumen toda la información existente, y ahora se encomiendan a la fiabilidad del precio de la deuda estadounidense... determinado por esos mismos especuladores.

Contradicciones al margen, me interesa más refutar el resto de la teoría que DeLong da por evidente. ¿Es cierto que hay un exceso de demanda de activos seguros? En parte sí, no lo voy a negar; es más, yo mismo he empleado en ocasiones este argumento. Cuando los impagos se generalizan, los inversores tratan de refugiarse en los activos más seguros, como el dinero en efectivo, la deuda pública de los Estados más solventes o, en última instancia, el oro. Sin embargo, mal haríamos –y muy mal hace DeLong, si quiere dárselas de economista profesional– en pensar que la demanda de activos seguros es, por decirlo de algún modo, una demanda final. Cualquiera con una mínima formación financiera sabe, o debería saber, que los fondos que se destinan a adquirir un activo financiero se emplean más tarde a adquirir activos reales. Pensemos en una empresa que vende bonos y, con el dinero captado, contrata trabajadores, adquiere un edificio, compra materias primas... Si logra emplear todos esos recursos de manera suficientemente productiva, será capaz de amortizar en el futuro los bonos que ha vendido abonando un cierto tipo de interés.

Los empresarios, pues, se endeudarán siempre que quieran demandar factores reales, y los ahorradores les proporcionarán crédito si esperan que la rentabilidad de la inversión que van a emprender alcance para pagarles el tipo de interés que exigen.

Ahora mismo, los inversores no quieren endeudarse porque no ven forma de emprender inversiones lo suficientemente rentables y seguras como para abonar los tipos de interés que piden los ahorradores. De modo que sí, hay una demanda excesiva de activos seguros, pero no es posible producirlos porque no existen inversiones seguras; hasta que la crisis termine, las únicas inversiones que pueden ofrecerse son bastante inseguras y, por ello, la deuda con que se las financia no puede serlo menos. Algo similar cabría decir sobre el exceso de demanda por inexistentes tratamientos médicos que nos garanticen la vida eterna. Cualquiera que los ofreciera hoy, muy probablemente estaría timando al personal.

Pero hete aquí que el Gobierno sí tiene patente para timar al conjunto de la sociedad. Durante un tiempo, el Estado puede endeudarse sin riesgo de impago. El repago de la deuda pública procede de los impuestos y no de la rentabilidad de las inversiones. Es decir, su capacidad para amortizar la deuda no depende, como en las empresas privadas, de que invierta bien, sino de que expolie mejor. El Estado tiene por ello una enorme capacidad para captar ahorros, al menos mientras se mantenga solvente.

Pero el asunto no acaba sino que empieza aquí: la cuestión clave es qué piensa hacer con ellos una vez los ha captado. DeLong detiene ahí su reflexión; muy en la línea keynesiana, parece opinar: "Haga lo que haga con ellos, el Estado logrará relanzar la economía". ¿En serio? Si se sienta sobre las millonadas de fondos que capta, ¿también lo logrará? ¿Y si los utiliza para construir aún más viviendas? ¿O si, como proponía Keynes, coloca el dinero en botellas y las esconde en un hoyo?

Creo que resulta evidente que, una vez se haya satisfecho la demanda de activos seguros –si es que llega a saciarse en algún momento–, la crisis no habrá ni mucho menos terminado, pues la cuestión fundamental es cómo se emplean los recursos reales de la economía: no cualquier uso de los mismos nos permite generar riqueza.

La simpleza del argumento de DeLong sólo pone de relieve la estatolatría innata a buena parte del keynesianismo. Lo que los empresarios no pueden hacer (encontrar inversiones lo suficientemente rentables), es capaz de conseguirlo el Estado con un mero chasquido de dedos. ¿Que el Estado no puede acometer proyectos de inversión más seguros y rentables que el sector privado? ¿Y qué más da? El místico multiplicador keynesiano hará de las suyas, y si no, a largo (y a corto) plazo, todos muertos.

No quiero ser reiterativo, pero la solución a la crisis la auténtica, la que no ha sido falsificada por la propaganda keynesianapasa única y exclusivamente por corregir las malas inversiones reales para que la economía pueda producir lo que los consumidores quieren consumir. Y para ello, en buena medida hace falta que reduzcamos nuestro apalancamiento, liquidemos las malas inversiones y reorganicemos los factores productivos. De ahí que sea imprescindible liberalizar estos últimos y ajustar el presupuesto: si tenemos que reducir nuestro endeudamiento, a buen seguro la solución keynesiana de continuar cebándolo no sirve. Por mucha calidad que supuestamente tenga la deuda.

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