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BEBÉ-MEDICAMENTO

Una soledad tremenda

Al mediodía del pasado viernes, la Secretaría General de la Conferencia Episcopal Española hacía pública una nota titulada "Curar a los enfermos, pero sin eliminar a nadie". La esperada toma de postura del organismo episcopal sobre el nacimiento de un bebé seleccionado para curar a su hermano no añadía nada nuevo a la doctrina católica, pero fue saludada por un auténtico granizo de improperios, probablemente facturados horas antes de que la nota viese la luz.

Al mediodía del pasado viernes, la Secretaría General de la Conferencia Episcopal Española hacía pública una nota titulada "Curar a los enfermos, pero sin eliminar a nadie". La esperada toma de postura del organismo episcopal sobre el nacimiento de un bebé seleccionado para curar a su hermano no añadía nada nuevo a la doctrina católica, pero fue saludada por un auténtico granizo de improperios, probablemente facturados horas antes de que la nota viese la luz.

La nota dejaba claro que no pretendía juzgar la conciencia ni las intenciones de nadie, sino recordar los principios éticos objetivos que tutelan la dignidad de todo ser humano. Y es que al presentar este acontecimiento como un triunfo de la compasión y de la ciencia, esas exigencias éticas han sido masivamente silenciadas o ignoradas. Para llegar al feliz nacimiento de un hermano genéticamente compatible con el niño enfermo, se ha debido generar in vitro un número indeterminado de embriones (se habla de incluso 15 o 20) que serán destruidos por no ser aptos para la finalidad a la que habían sido destinados. Junto al hecho de que se niega el derecho fundamental a la vida de estos seres humanos, la nota señala que el bebé que felizmente ha nacido, "ha sido escogido por ser el más útil para un proceso de curación, y así se ha conculcado su derecho a ser amado como un fin en sí mismo y a no ser tratado como un medio instrumental".

En definitiva, la nota expresaba con sobriedad y claridad la doctrina católica sobre este asunto, remachando dos verdades preciosas para la Iglesia: que desde la fecundación estamos ante un ser humano portador de una dignidad absoluta e inviolable y que la generación de la vida no debe estar sometida a una finalidad predeterminada, aunque sea la curación de una persona enferma. Dos verdades que la Iglesia argumenta con la razón, pero que no encuentran prácticamente eco en nuestra sociedad; más bien provocan irritación e incluso odio. Las llamadas en portada de periódicos y telediarios, o las reacciones de políticos, intelectuales y científicos, abundaron en hablar de un nuevo error histórico de la Iglesia, en su supuesto oscurantismo frente a los avances de la ciencia y en su falta de misericordia con los que sufren. Un granizo espeso y amargo que cae sin paraguas posible sobre la imagen ya distorsionada de la Iglesia en nuestra sociedad. La historia se repite.

Ante este hecho se imponen varias reflexiones. En primer lugar, la tremenda soledad de la Iglesia. Aquí no existe, como en Italia, un polo laico que acompañe y complete la voz del mundo católico ante las cuestiones bioéticas que se plantean. Por más que repitamos (y con razón) que ésta no es una cuestión confesional, el hecho cierto es que la única voz audible que se levanta en una defensa sin fisuras de la dignidad del embrión humano es la de la Iglesia y ella concentra como un pararrayos el rechazo y el desprecio de una sociedad que no quiere que le amarguen la fiesta. Como ya hemos dicho, la nota sólo apela a la razón para sostener sus posiciones, pero convengamos en que hoy por hoy, es una razón irreconocible para una gran mayoría de nuestros conciudadanos, y eso nos debe llevar o otras profundizaciones.

Cuando Benedicto XVI se refería en Ratisbona a la necesidad de ensanchar la razón, de abrir su espacio a las grandes cuestiones éticas y a las preguntas por el significado de la vida y su destino, estaba mostrando la tremenda reducción de la razón que experimentan las sociedades occidentales, de la que éste caso es una buena muestra. Bien está decir que el debate de la semana pasada toca a la razón y no a la fe, pero entendamos que una razón que ha excluido de su horizonte esas preguntas, se hace incapaz de conocer la realidad en todo su espesor. Y esta incapacidad ha venido de la mano de la exclusión del cristianismo del ámbito de los intereses comunes de la gente.

Al hilo de la granizada del pasado viernes, un amigo recordaba que cuando los cristianos se insertaron en el Imperio romano con su concepción de la familia y la transmisión de la vida, chocaron con la práctica habitual del infanticidio. Su concepción, nacida de una razón iluminada y ensanchada por la fe, cosechó en primera instancia rechazo y desprecio y sólo siglos de educación cristiana lograron cambiar la mentalidad y asentar socialmente el valor incondicional de toda vida humana. Esto nos conduce a la última reflexión, que tiene que ver con la tarea misionera de la Iglesia en nuestra sociedad.

Ha quedado claro que la Iglesia no calcula ni hace política de imagen, sino que se expone donosamente a recibir todas las bofetadas cuando se trata de defender la dignidad y el sentido de toda vida humana, aunque sea en absoluta soledad. Me enorgullezco de ello, pero la situación histórica demanda también un diagnóstico y un método de trabajo. Hablamos a una sociedad que en gran medida no nos entiende, porque maneja una razón herida y recortada, porque ha dejado de hacer experiencia real de los valores que la Iglesia propone. Será necesario repetir la verdad públicamente contra viento y marea, pero sepamos que nos espera una siembra paciente, quizás de siglos, y que mientras tanto es esencial regenerar la experiencia de esa verdad en nuestras comunidades, convertirla en camino educativo, y testimoniarla a través de obras y palabras. No perdamos de vista lo único indispensable: comunicar la verdad total del hombre, que sólo el encuentro con Jesucristo esclarece y sostiene en el tiempo. Sólo así podremos llevarla de nuevo al corazón de las gentes.
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