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Itxu Díaz

Sánchez o el oscuro placer de hacerlo todo mal

La obstinación en mantenernos con bozal al aire libre es una mezcla de psicopatía, placebo y soberbia legislativa.

La obstinación en mantenernos con bozal al aire libre es una mezcla de psicopatía, placebo y soberbia legislativa.
EFE

"Mi consejo es que no te vuelvas a equivocar". Me lo dijo uno de mis jefes hace años, después de haber cometido una estúpida imprudencia. Esa noche soñé que ardía en una pira a las puertas de aquel periódico, ante los vítores de toda la redacción. Comprendí bien el mensaje. Eso es la empresa privada. Si funciona y aportas, tu sueldo tiene sentido; si no, no. Y eso es la vida normal: si te equivocas, rectificas, o lo pagas. En el amor, en la amistad, en la familia y hasta en tus propias elecciones a la hora de hacer la compra en el supermercado: ¿quién en su sano juicio reincide después de caer en la tentación de probar el nuevo helado de lentejas a la riojana?

En lo público no existe esa tensión que te obliga a dar marcha atrás. En la empresa privada, como en la vida, las ideas tienen consecuencias. En 1985 Coca Cola creyó estar perdiendo terreno contra Pepsi y decidió cambiar su sabor. Brillante. El fracaso fue colosal. Tres meses después la bebida volvió a su gusto original bajo la etiqueta de Coca Cola Classic. También McDonald’s patinó en los 60, cuando, adelantándose a Garzón, ideó una hamburguesa sin carne para paliar la caída de ventas de los viernes en los países católicos. La idea feliz: una hamburguesa de piña con queso; algo intragable que pronto fue eliminado de la carta, confirmando que, aunque los católicos prescindimos de la carne algunos viernes, preferimos el cilicio en la lengua antes que comer cochinadas.

Hay, sin embargo, una cierta aristocracia pública que vive al margen de estos designios de la ley de la gravedad. Es la clase política gobernante. Es el Gobierno. La obligación de ir con mascarilla por la calle es un error, tan eficaz contra el coronavirus como ponerse una pinza en un huevo. Lo dice la ciencia, pero también el sentido común. La obstinación en mantenernos con bozal al aire libre es una mezcla de psicopatía, placebo y soberbia legislativa. E impunidad. Porque si algo caracteriza al Gobierno de Pedro Sánchez es la impunidad. Esto también saldrá gratis. No hay más que ver la votación de la reforma laboral, espectáculo de ilusionismo que evoca el Comité Federal de 2016, en el que el presidente se desveló como estrella del fraude.

Por otra parte, la izquierda ha interiorizado tanto el desprecio a la propiedad ajena que cuando arriba a las instituciones no efectúa su toma de posesión en un sentido legal y protocolario, sino demoníaco. Señala el Ritual Romano que el poseído comienza a hablar lenguas extrañas, como ocurre en el Ministerio de Igualdad, manifiesta cosas que desconoce, como ocurre en el de Consumo, y muestra fuerzas superiores a las que corresponden a su condición, como sucede en la Moncloa. Todo eso apuntala su sentido de pertenencia sobre las instituciones, y su sensación de impunidad ante declaraciones, decretos y decisiones nefastas.

Con todo, hay un abismo entre equivocarse y reincidir. Lo que está haciendo el Gobierno de Sánchez con las mascarillas es reincidir y reeditar el error, en un modo de gestión política desarrollado a la manera de la personalidad del propio presidente. Antes de dar su brazo a torcer, quemaría el país. En parte, por lo que decía el genial Gómez Dávila: "Porque no entiende la objeción que lo refuta, el tonto se cree corroborado".

Por lo demás, los contrapesos a la acción del Gobierno son mínimos, porque está en manos de Sánchez que lo sean. El Congreso es un teatro. La Justicia, depende del día. Y la mayoría de los medios, ya lo sabemos, endeudados y moribundos, picotean de la mano del presidente las migajas que les permiten sobrevivir, a cambio de no salirse demasiado del guion monclovita, que es lo más parecido al de cualquier película del bobo de Jim Carrey. Por supuesto, los que apuestan por la libertad pagan el precio de nadar en el páramo, y a veces son incluso desalojados de las ruedas de prensa para evitar que sus periodistas pregunten.

Así, paradojas de la vida, el Gobierno feminista de Sánchez sobrevive a la reincidencia en sus resbalones aplicando un modo de mando exclusivamente testosterónico. Nos lo dejó escrito William F. Buckley Jr, un par de décadas antes de que empezásemos todos a saludarnos golpeándonos los coditos como si fuéramos idiotas:

La democracia puede ser tan tiránica como una dictadura, ya que es la magnitud, no la fuente, del poder del gobierno lo que afecta a la libertad.

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