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En Villa Fiorito, esquina de Azomor y María Bravo, nació el mejor futbolista de todos los tiempos. Primero en Los Cebollitas, más tarde en Boca, en el Barça o vistiendo la camiseta del Nápoles, Diego Armando Maradona fue, unas veces, destilando, y otras, abrumando con su fútbol que no era fútbol sino arte, inspiración, creación sobre un terreno de juego. Puro espectáculo, ya fuera con un balón o con una naranja aprovechando el parón de un partido.

Hoy la "mano de Dios" se recupera de su adicción a las drogas en La Habana... ¿Por qué tuvo que pasarle al mejor jugador de la historia?... Él lo explica divinamente: "En Villa Fiorito llovía más dentro que fuera; de ahí pasé a la cima del mundo y quise pedir consejo, pero estaba solo"... Escribo sobre Maradona porque ha empezado a publicar sus memorias en España, y porque con la pluma es también un rebelde, el James Dean del fútbol. No será la última vez que tengamos que hacer referencia al "pelusa" porque Maradona no deja títere sano.

Cuenta, por ejemplo, el día que Núñez le retiró el pasaporte y cómo tuvo que amenazar con destrozar, uno a uno, todos los trofeos de las vitrinas del Nou Camp. Sólo un Teresa Herrera rodó por los suelos, ante la atónita mirada de Bernd Schuster; habla de Lattek, y de cómo un buen día se negó a seguir obedeciéndole (el alemán, claro, tragó)... Y en su larguísima lista de damnificados sólo se salvan su amigo Claudio Caniggia, Cruyff y Rivelinho.

El resto, por uno u otro motivo, no sirven: de Paolo Maldini dice que es demasiado lindo para jugar a la pelota. Aún enfermo, Maradona no se arrastra, no es un "juguete roto"; mantiene intacta aquella rabia que, ante el atronador bufido de los "tiffossi· que apagó el himno nacional argentino, le hizo musitar aquel "¡hijos de p...!" El Mundial era en Italia, y él jugaba entonces en el Nápoles. A la basura con las consecuencias; pero, como canta Andrés Calamaro, Maradona no es una persona cualquiera.

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