De ser cierta esta datación, las pinturas de Altamira fueron realizadas en un momento en el que Homo sapiens o no estaba en Europa o acababa de llegar. Por lo que se abre la posibilidad de que fueran pintadas por otra especie (quizás neandertales).
La noticia me pilló en medio de la revisión de Los pintores de las cavernas, la obra del periodista y divulgador Gregory Curtis que siempre recomiendo a los que quieran adentrarse por primera vez en la ciencia de la pintura rupestre.
El libro, escrito con la claridad del cronista que no es científico (es decir, que no se siente maniatado por el corsé de la Academia y puede permitirse el lujo de la metáfora viva y explicativa), es una excelente introducción al fascinante origen del deseo humano de pintar. Aunque no recoge, como es lógico, las ultimísimas noticias al respecto.
La obra cuenta en paralelo dos historias de temporalidad muy dispar. La primera recorre la existencia entera del ser humano desde que Homo sapiens salió de África para colonizar Europa, hasta que decidió decorar las paredes de un puñado de cuevas a ambos lados de los Pirineos.
La segunda es una historia de apenas un siglo de investigaciones sobre el origen de estas pinturas y de avances en su datación, análisis, interpretación y conservación.
Es de agradecer que Curtis, en todo momento, asuma el más honesto de los puntos de vista posibles al hablar de ciencia: el escepticismo. La antropología es una ciencia que demasiado a menudo tiende a la especulación. Hemos tenido noticia de interpretaciones de todo tipo sobre la razón de ser de las pinturas rupestres. Algunas tan difíciles de creer, aunque fascinadoras, como que ciertas imágenes de las cuevas de Lascaux (Francia) deben representar sistemas zodiacales para plasmar constelaciones del cielo... ¿Un hombre de las cavernas con tendencia a la astrología? No es imposible. Pero Curtis prefiere andar con más cautelas. No es poco frecuente entre la comunidad antropológica la idea de que las pinturas rupestres son la manifestación del momento primero en que el ser humano cobró consciencia de ser distinto al resto de los animales. Este argumento de la especificidad tiene bastante éxito en la literatura y se apoya en la tendencia a interpretar las obras rupestres mediante la intuición, más que mediante la certeza de los datos. "Considerar el arte rupestre desde este punto de vista es tentador y divertido –dice Curtis–, pero también es arriesgado, porque te conduce a penetrar más en tu propia imaginación que en las pinturas". En consecuencia, el libro evita en todo momento la especulación intuitiva, y por eso en ocasiones puede defraudar las expectativas de quienes busquen en él el relato de fantásticas historias de antecesores enamorados del arte, de las bestias y de sí mismos.
En cuanto al origen del arte como identificación de especie, Curtis se muestra directamente "agnóstico".
Con esas premisas, el recorrido por los conocimientos que hoy tenemos de la pintura de nuestros antepasados es a veces fascinante y a veces algo proceloso. En su intención de ser escrupuloso con los datos, Curtis cae en ocasiones en la frialdad más aburrida.
Pero, creánme, no importa. Salten más velozmente por esas páginas que les parecen técnicas y disfruten de la historia de nuestra pasión por garabatear... Una historia que ahora, a la luz de los nuevos hallazgos, quizás tenga que volver a escribirse.
GREGORY CURTIS: LOS PINTORES DE LAS CAVERNAS. Turner (Madrid), 2012, 336 páginas.
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