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Los enigmas del 11M

Rubalcaba y el imperio de la muerte

El editorial del programa Sin Complejos del domingo 10/7/2011

De acuerdo con la ley romana, los cementerios debían construirse fuera de las ciudades. Y así se construyeron en aquella ciudad galo-romana de Lutecia que, con el paso del tiempo, terminaría llamándose París.

Sin embargo, con el correr de los siglos, la ciudad de Paris fue expandiéndose y absorbiendo uno a uno los cementerios antes situados en las afueras. Además, nuevos cementerios de pequeño tamaño fueron construidos al lado de diversas iglesias parroquiales. El resultado fue que, a mediados del siglo XVIII, Paris contaba con más de 200 cementerios, grandes y pequeños, situados en plena zona urbana.

Ya en 1554, los habitantes de Paris comenzaron a quejarse del mal olor que aquellos camposantos despedían. Y los brotes epidémicos, debidos a las condiciones insalubres, no eran infrecuentes. Pero, a pesar de las quejas, los cementerios parisinos continuaron usándose.

Uno de los más grandes era el Cementerio de los Inocentes, donde en el siglo XVIII se enterraba cada año a más de 2000 personas, acumulando capa tras capa de cadáveres. Debido a ello, a finales de siglo el nivel del suelo en el interior del cementerio estaba situado varios metros por encima de las calles circundantes.

El 30 de mayo de 1780, las paredes de una bodega colindante con el cementerio reventaron debido a la presión, viéndose aquella bodega inundada con una auténtica montaña de huesos y cadáveres en descomposición.

Debido a ese incidente, y después de diversas discusiones, las autoridades decidieron vaciar todos los cementerios y trasladar los restos mortales en ellos contenidos a las catacumbas de París.

Veintinueve años se tardó en llevar todos los restos a su nueva ubicación, donde fueron cuidadosamente catalogados según su lugar de origen y apilados, de forma que ahora las tibias y los cráneos de los difuntos forman, en el subsuelo de París, auténticas montañas de huesos, primorosamente dispuestas, con curiosas composiciones que no sé si revelan un temperamento artístico por parte de los responsables del traslado, o simplemente un gusto macabro. Se calcula que las catacumbas albergan en la actualidad los restos de seis millones de parisinos, muertos a lo largo de los siglos. Entre ellos, muchos personajes célebres, como el dramaturgo Moliere, o los líderes revolucionarios Robespierre y Danton.

Si van ustedes de viaje a la capital francesa, no dejen de visitar las catacumbas, que tienen su entrada en la Plaza de Denfert Rocherau. Merece la pena verlas. Allí dentro, después de descender por unas larguísimas escaleras, podrán encontrarse ustedes con un cartel a la entrada de la zona de osarios que dice: "¡Detente! ¡Este es el imperio de la muerte!".

Ayer tuvimos ocasión de presenciar el lastimoso espectáculo con el que los socialistas han querido lanzar la candidatura de Alfredo Pérez Rubalcaba a La Moncloa.

El PSOE ha querido evitar que Alfredo se vea salpicado por el descrédito actual del gobierno y del partido. Y para ello, nada mejor que escenificar la muerte del Rubalcaba vicepresidente y su resurrección como candidato.

El acto estuvo tan cuidado, en sus aspectos formales, como cabía esperar de un partido, el socialista, que es experto en tareas de marketing. De acuerdo con el guión previsto, Rubalcaba se presentó como el adalid de la regeneración y la honestidad, trató de marcar distancias con el gobierno de Zapatero del que ha sido hombre fuerte hasta ayer y realizó una serie de guiños a la izquierda sociológica, en busca del voto perdido.

Y, sin embargo, hay algo en la maquinaria propagandística del PSOE que ha dejado de funcionar. Porque al final, después de todos los adornos, después de todos los cambalaches, después de todas las mudanzas, sigue siendo imposible no ser consciente de que Rubalcaba sigue siendo el mismo Rubalcaba y el PSOE continúa siendo el mismo PSOE.

Cuando los parisinos muertos fueron trasladados en masa a las catacumbas a principios del siglo XIX, sus huesos fueron limpiados, clasificados y ordenados para su exhibición, pero no por ello dejan de ser huesos de difuntos. Es verdad que los turistas pueden hoy contemplarlos a placer, es verdad que la impresión que causan ahora es más estética que morbosa, es verdad que esos restos ya no descansan en un cementerio pútrido... Pero no por ello dejan sus propietarios de estar muertos.

Y en el Partido Socialista, no es Zapatero solo quien está políticamente difunto, sino el partido al completo. Y ni toda la experiencia en marketing del mundo, ni los más costosos lavados de cara propagandísticos, podrían evitar que Rubalcaba tenga que cargar con tanto cadáver que el PSOE se ha encargado, a lo largo de los años, de esconder en los armarios.

Por mucho que quiera Rubalcaba reinventarse, los espectros del 11-M, y del caso Faisán, y de las escuchas de SITEL, y de la utilización partidista de la policía judicial, y de la negociación con ETA, y de la legalización de Bildu, y de los cinco millones de parados, y del millón de familias que han perdido sus casas, y de la quiebra de las arcas públicas, y de la ruina institucional de la nación le perseguirán vaya donde vaya.

Y - se mude a donde se mude, se vista como se vista - Rubalcaba no tiene forma de evitar que esos espectros tenaces le impregnen el discurso y los mensajes electorales de un olor a cadaverina imposible de disipar.

Como en las catacumbas de París, alguien debería colgar un cartel a la entrada de la sede socialista de Ferraz que dijera: "¡Detente! ¡Este es el imperio de la muerte!".

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