No era posible alcanzar el cauce central de la manifestación. Todas las calles adyacentes iban colapsándose doscientos o trescientos metros antes de alcanzar el eje de Serrano. Me detuve. Bajé por Castellana hasta la plaza de Colón. Ya estaba llena. Gentes heterogéneas, sin gran cosa que ver con lo que yo estaba habituado a ver en manifestaciones. Fue lo que más me sorprendió en aquella muchedumbre: ni un rasgo de lo que alguna vez se llamó militantismo y que era la sintaxis misma de las salidas a la calle que quedan en la memoria de mis años jóvenes. Ni en uno ni en otro sentido. No era una manifestación política. Es lo más extraordinario. Ni siquiera en un avatar tan extremo como es éste al cual la indescriptible incompetencia de un gobierno mezcla de broma negrísima y de infantil insolencia, ni siquiera en esa percepción de límite que nos angustia hoy a todos, vi emerger otra cosa que no fuera la misma mezcla de estupor y pesadumbre que es la mía, la de tantos otros -¡y tan distintos!-, en los últimos dos años. ¿Qué está pasando?
Quienes quieran consolarse de sus errores agitando fantasmas de integrismos, de viejas reacciones o de nuevos fascismos, cometerán algo peor que un error. Casi un suicidio. Pero lo cometerán. Es difícil plantarse ante la realidad cuando nos es hostil. Plantarse ante la realidad y abrir los ojos. Cuando los que los ojos muestran es tan contrario a nuestros deseos y a nuestras fantasías. Una ciudadanía ajena, en su mayor parte, a la pasión de la política – hoy, por lo demás, tan anacrónica – está diciendo a sus gobernantes que no los aguanta más. Lo está diciendo en un tono que nada tiene de político, que es el tono con el cual uno cuenta su estupor, su pesadumbre, a los amigos, quizá sólo a sí mismo cuando, al final del día, trata de entender algo de este desorden sin cura en que han ido trocándose nuestras vidas.

Y nadie va a escucharlos. Salvo ellos mismos. Los únicos que importan.