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Presente y pasado

Aspectos del siglo XIV

**** "La salvación del PNV es que el PP y el PSE se lleven mal", dice Basagoiti. ¡Verdaderamente! Qué forma tan vergonzosa de entregarse al gran colaborador de la ETA. Por mucho que el PNV ha hecho a favor de los asesinos, el gobierno, Pachiló y compañía han hecho mucho más. Y el futurista Basa se tira a los pies de Pachi, ofreciéndose para lo que este quiera. La chusma política. "Me importa lo vasco y mucho menos lo de la calle Ferraz y Génova", añade el politicastro pepero, el aspirante a Montilla rajoyano. ¿No acabará esta farsa infame?

**** "Hay rumores de que los socialistas están recomponiendo puentes con Batasuna", dice Urcullu. Batasuna y el PSOE son socialistas, antiespañoles, feministas etc. Etc. Solo les separa del PNV el hecho de ser este derechista, y por poco. Hace tiempo que Arzallus afirmó que había sido siempre un partido de izquierda. Solo les separa a todos ellos el afán de mando y dineros públicos ¿Por qué no se juntan de una vez en lugar de estafar a los ciudadanos? Porque no hay poltronas para todos.

**** Blog: Algunos dicen que la profesora de matemáticas de ayer "escribe mal". ¡Cuánta chulería! Me pregunto si releerán ellos lo que escriben habitualmente.

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De nuevo para que los especialistas pongan los puntos sobre las íes respecto a algunos párrafos confusos:

El siglo XIV comenzó con una grave crisis de la Iglesia, cuando, después de un período de graves choques con el monarca francés, el papa Clemente V trasladó su sede a Aviñón, en 1309, traslado que duraría más de setenta años, llamado en Italia "Segunda cautividad de Babilonia". Junto con otros sucesos, debilitaría la autoridad del Papado, acusado de corrupción y sumisión a Francia. Continuaron las disputas entre dominicos y franciscanos, y entre el Papado y el sector franciscano llamado espiritual. Este quería sustituir la Iglesia jerárquica por la Iglesia espiritual, centrada en un concepto radical de la pobreza que ni el papado ni los dominicos admitían: el clero, imitando a Cristo y los apóstoles, debía renunciar a los bienes materiales, considerados corruptores, y vivir de limosna (pero solo era posible la limosna si alguien podía darla, lo que implicaba admitir donativos un tanto impuros). Era un problema de la Iglesia, siempre dividida entre la tendencia a la riqueza y la contraria, causa de sucesivas reformas y conflictos internos. La imitación de Cristo en el sentido propuesto por los espirituales hundiría con la mayor probabilidad la influencia cristiana y estimularía las sectas; pero la doctrina de Jesús parecía apuntar en la dirección espiritual, y la conciliación no era fácil.

Franciscanos y tomistas admitían la división entre el conocimiento accesible a las facultades humanas y el obtenido necesariamente por revelación divina; pero a partir de ahí divergían. Sería el franciscano inglés Guillermo de Occam (Ockham) quien llevara más lejos la discrepancia. Defendió a los espirituales hasta acusar al papa Juan XXII de herejía. Huyendo de este, buscó la protección del emperador Luis IV de Baviera, también en querella con el pontífice, y fue excomulgado. Murió en Munich en 1349, víctima de la Peste negra, y unos años después la Iglesia lo rehabilitó.

Según la versión tomista, gran parte de la realidad divina era accesible a la razón, y la ética se basaba en el libre albedrío. Occam afirmaba que la omnipotencia y libertad divina podían haber hecho el mundo de modo completamente distinto, y por eso Dios resultaba inaccesible a la razón humana: solo la voluntad guiada por la fe servía al espíritu humano. Ello tenía consecuencias del mayor alcance: el hombre no podía saber si sus actos le hacían merecedor de la vida eterna, al ser inconcebible la voluntad de Dios; las enseñanzas de la Iglesia y del Papado no pasaban de opiniones sin autoridad definitiva; la revelación estaba en la Biblia y cada cual debía leerla e interpretarla por su cuenta (la Iglesia consideraba que el vulgo no sabría dar el sentido justo a la Biblia, de ahí el magisterio y la tradición.); la fe, no el libre albedrío, cimentaba la ética...

Además, el mundo, aunque creado por Dios, era accesible a los sentidos y podía ser estudiado empíricamente y al margen de la teología, la cual quedaba así disociada de la ciencia o filosofía de la naturaleza. Al respecto expuso el principio metódico conocido desde el siglo XIX como navaja de Occam: "No debe proponerse innecesariamente la pluralidad (de causas)", es decir, debe buscarse la economía explicativa y entre las explicaciones de un fenómeno válidas en principio, debe preferirse la más simple, por ser probablemente la más acertada. Idea presente en el dicho latino "la sencillez es la marca de la verdad", y expuesta también por Tomás de Aquino, Maimónides y otros. Bertrand Russell la ha definido como evitación de una entidad hipotética si un fenómeno puede explicarse sin recurrir a ella. Llevada a sus últimas consecuencias (a las que Occam no llegó, pues consideraba –por fe– a Dios la única entidad realmente necesaria), la "navaja" permite concluir, como Laplace siglos después, que "el mundo puede explicarse sin la hipótesis de Dios". O bien, al separar de tal modo razón y fe, puede convertir a esta en simple fanatismo.

En el plano político desaparecía la ley natural, imposible emanación de una voluntad divina incognoscible. Como los universales no existen fuera de la mente, la esencia humana no puede distinguirse, ni derivarse derechos de ella: solo existen los individuos, y los derechos y leyes concretas no manifestarían la ley natural ni podían valorarse por relación a esta, sino que consistirían en convenciones entre los individuos. Así, el poder secular se apartaba a su vez del eclesiástico, ya que si en teología la Iglesia solo tenía opiniones discutibles, más aún en política. De hecho, el emperador superaba al papa, por ser su poder sobre almas y cuerpos más completo que el papal, limitado a las almas. De ahí la soberanía indiscutible de quien tuviera la potestad de elaborar las leyes. Occam prefería la monarquía, pero proponía limitar su poder y hacer partícipe de él a los parlamentos o Cortes para tratar los asuntos concernientes a todos. La idea reflejaba una tendencia que venía extendiéndose por Europa desde las Cortes de León, y causaría pugnas entre reyes y parlamentos por decidir quién ostentaba la soberanía efectiva.

La concepción se aplicaba asimismo a la Iglesia, en torno a la cual Occam defendía el conciliarismo: la autoridad máxima no sería el papa, sino los concilios y sus decisiones mayoritarias. Como la mayoría puede no tener la verdad, Occam recomendaba cautela y procurar que el sector decisorio fuese "el mejor y más sano"; aunque todos los sectores tienden a considerarse los mejores y más sanos.

Estas doctrinas, aunque admitidas por la Iglesia, chocaban en casi todos los puntos con el tomismo predominante en ella, y tuvieron un peculiar desarrollo etno-cultural: el occamismo, centrado en la voluntad y la fe, predominó en el mundo germánico, y el tomismo, que concedía mucho valor a la razón, en el latino, donde pronto iba a crecer el humanismo. En España predominó el tomismo o las ideas de Ramón Llull, que negaban cualquier contradicción entre razón y fe.

Suele considerarse que Occam abrió una ancha vía al desarrollo científico y al pensamiento liberal, aunque estas consecuencias no eran las únicas posibles desde sus posiciones, ni las posiciones tomistas chocaban necesariamente con la ciencia y las libertades políticas, como indica el desarrollo de las Cortes en los reinos hispanos.

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El siglo XIV resultó calamitoso para toda Europa. Durante los tres primeros siglos de la Edad de Asentamiento europea, desde el XI, prosperaron como nunca antes en Occidente el arte, la producción agraria y en general económica, la actividad intelectual, las ciudades, la población, las vías de comunicación..., aunque en las últimas décadas la economía parecía estancarse. Inglaterra pasó de uno a entre cuatro y siete millones de habitantes, Francia había llegado a unos dieciocho y España pudo haber alcanzado los seis. Además, a mediados del siglo XIII el centro-oeste continental se había librado por azar de la amenaza mongol. Por contraste, el siglo XIV trajo desastres apocalípticos: la Gran Hambruna y la Gran Peste, o Peste Negra mermaron brutalmente la población, que en general no se recobró hasta el siglo XVII, hasta en XIX en algunas regiones.

Las malas cosechas y la consiguiente miseria y mortandad eran viejas conocidas de todos los países europeos, pero nada comparable a los tres años de 1315 a 1317, cuando el clima pareció cambiar desde la mitad de Francia al norte. Lluvias incesantes en primavera y verano, y temperaturas bajas, arruinaron las cosechas y el pienso de los animales, los precios de los alimentos subieron en vertical y cundió un hambre atroz. Se extendió el abandono de niños, el infanticidio, el canibalismo, el bandidaje y el crimen, y murieron millones de personas, un mínimo del 10% de la población de las Islas británicas, Francia, Alemania, Escandinavia y Polonia. Luego la situación mejoró, pero hasta ocho años después no volvió la normalidad. La ruda experiencia parece haber endurecido las conductas sociales y las guerras, y trajo cierto descrédito a la Iglesia, así como a los poderes seculares, por su ineficacia.

El desastre apenas afectó a la Europa mediterránea, pero España sufría el hambre con cierta asiduidad, quizá más que otros países, por la sequedad del clima y pobreza de suelos. El año 1333, según la Crónica Conimbricense, morían tantos que no había sitio en las iglesias para enterrarlos.

Apenas se recobraba Europa cuando, en 1347, comenzó la Peste Negra, mucho más mortífera todavía, pues abarcó a todo el continente (y a gran parte de Asia y África del norte). Las pestes visitaban con cierta frecuencia a la humanidad, pero rara vez habían alcanzado tal virulencia, aun con precedentes como la "Peste antonina" de 166, que tanto debilitó al Imperio romano, o la "Plaga de Justiniano", de 542. La del siglo XIV parece originada en Asia central o el norte de India, y fue extendida por las pulgas de ratas infectadas a través de las invasiones mongólicas y de las relaciones comerciales (algunos barcos perdían a toda su tripulación antes de alcanzar su destino). Se propagó desde Italia y mató, calculan los especialistas, a más de 25 millones de personas, entre un tercio y la mitad de los europeos. Regiones enteras quedaron casi despobladas y algunos historiadores calculan para España, Italia y sur de Francia la pérdida de hasta tres cuartas partes de la población, lo que suena harto exagerado (China también sufrió crudamente, porque la peste se unió a las hambres causadas por la perturbación de la agricultura y el comercio debida a la invasión mongólica: los habitantes habrían bajado de unos 120 millones a la mitad). Todas estas cifras son obviamente algo especulativas, pero no hay duda de una mortandad sin precedentes.

Desconociendo su origen y tratamiento, muchos consideraron la peste un castigo divino. Se hicieron rogativas y penitencias, miles de flagelantes recorrían ciudades y campos, todo en vano, incluso al contrario, pues la acumulación de gente en las iglesias, si bien proporcionaba alivio psicológico, ayudaba a expandir un mal que parecía anunciar el Apocalipsis. Otros se daban a todas las inmoralidades. El pueblo culpaba a los leprosos, mendigos, extranjeros o judíos. Los leprosos fueron casi exterminados en Europa occidental, y los judíos, acusados de envenenar los pozos, sufrieron cientos de pogroms, concluyendo un período abierto por el IV Concilio de Letrán, de 1215, que se había declarado opuesto a la convivencia de judíos y cristianos, y recomendaba que los primeros vivieran en barrios separados y la ropa los identificara. En 1296 habían sido despojados de sus bienes y expulsados de Inglaterra, y en 1308 de Francia. Aun así, el papa Clemente VI intentó poner a los hebreos bajo la protección del clero durante la peste. El clero y los médicos, sufrían aún más la plaga, por cuidar a los enfermos. La peste se reproduciría en los siglos siguientes en diversos países, con efectos terribles pero sin alcanzar una virulencia y amplitud tan extremas como en aquellos cuatro años fatídicos. Como decía una crónica italiana, "parecía el fin del mundo".

Una calamidad tan exterminadora hubo de tener profundos efectos económicos, ideológicos y psicológicos. Aún más acentuadamente que cuando la Gran Hambruna, creció la desconfianza hacia los poderes seculares y hacia el Papado, incapaz este de explicar la razón de aquel atroz castigo; aumentaron los movimientos heréticos, místicos y reformistas, se popularizaron figuraciones tipo danza macabra o danza de la muerte. Miles de propiedades, hasta pueblos enteros, quedaron abandonados, y sin dueño incontables edificios y extensiones de tierra, para beneficio de muchos supervivientes. Se hizo más fácil la promoción social y la dramática reducción de la mano de obra obligó a introducir innovaciones técnicas; también en la guerra, con el uso creciente de armas de fuego. Algunos historiadores suponen que los marcos políticos y culturales se rompieron, causando una reestructuracion social y cultural, preludio del humanismo y hasta del Renacimiento. Los cambios, sin embargo, no deben exagerarse. Todas las instituciones, desde la Iglesia a los reinos y las relaciones señoriales, aunque algo quebrantados, resistieron, y Europa siguió siendo el continente católico.

Tampoco cesaron las guerras, que se hicieron más amplias y violentas. Así entre las ricas ciudades de la Liga Hanseática y Dinamarca, entre eslavos y germanos de la Orden teutónica, o de franceses y otros contra los turcos, que ya habían puesto pie en los Balcanes y Bulgaria, dejando a Constantinopla encerrada en su entorno próximo. La más dura y larga de todas ellas fue la Guerra de los cien años entre Francia e Inglaterra con intervención de Castilla en una fase avanzada.

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La crisis de la Iglesia abocó en 1378 al Cisma de Occidente, que se arrastraría hasta 1417. La corte papal de Aviñón era acusada de corrupta, y Gregorio XI volvió la sede nuevamente a Roma, en 1378, poco antes de morir. Entonces la plebe romana impuso a los cardenales, con amenaza de matarlos, la elección de un pontífice italiano, Urbano VI, y no un francés como Gregorio. Los cardenales franceses achacaron a Urbano despotismo e ilegitimidad, por haber sido nombrado bajo presión de las turbas, y eligieron otro papa, Clemente VII, que se trasladó nuevamente a Aviñón. Tan anómalo desenlace alzó protestas de intelectuales, clérigos y políticos, dividió a Europa occidental y causó conflictos diplomáticos y militares. La mayoría de los alemanes, italianos del norte, ingleses, polacos y escandinavos reconocieron al papa de Roma, mientras que Francia, Escocia y Nápoles optaron por el de Aviñón; los españoles permanecieron expectantes, hasta 1381, en que tomaron partido por Clemente. Portugal apoyó alternativamente a Roma y a Aviñón. El cisma pudo resolverse a la muerte de Urbano, en 1389, pero los romanos eligieron a Bonifacio IX, y cuando murió Clemente en 1394, sus partidarios nombraron al español Benedicto XIII (el papa Luna), que obtuvo el apoyo de Portugal, Castilla, Aragón, Escocia, y al principio de Francia. Pero los franceses pronto se despegaron de él, por ser aragonés y poco influenciable. En 1398 los obispos franceses acordaron retirarle los beneficios e impuestos eclesiásticos y pasárselos a su rey, convirtiendo a este, de hecho, en la cabeza de una iglesia nacional. No consiguieron con ello doblegar a Benedicto, que quedó sitiado en Aviñón. El cisma iba a prolongarse hasta 1429 y debilitaría la autoridad del Papado, dando alas a las exigencias de reforma de la Iglesia expuestas desde muchos sectores de la cristiandad.

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