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Presente y pasado

Dos revoluciones

El asentamiento inglés en el norte de América data de 1607, un siglo posterior al español, y durante ese siglo y el XVIII tomaron forma trece colonias inglesas en la costa oriental de Norteamérica, desde Canadá a Florida, expandiéndose en guerras con los indígenas, a quienes empujaban hacia el oeste, mediando a veces acuerdos pacíficos. Bastantes pobladores eran delincuentes, enviados allí como se haría a Australia, una política opuesta a la de España. Otros muchos, hasta la mitad y más, llegarían de Europa en régimen especial: para pagar el pasaje, la alimentación y el albergue a la compañía, podían ser vendidos y comprados, golpeados, trabajaban sin sueldo y no podían casarse sin permiso del amo. Estas condiciones siguieron en vigor décadas después de la independencia, y solo diferían de la esclavitud en que duraban entre tres y siete años. Tales circunstancias más la dureza de la vida en aquella tierra no auguraban un gran futuro, pero durante las décadas de los 30 y 40 del siglo XVIII ocurrió el Gran Despertar, una oleada de emotiva devoción religiosa de diversas confesiones, que quizá indujo cierto fanatismo, pero elevó el nivel de moralidad y cohesión social, y creó nuevas iglesias. Las prédicas solían insistir en la igualdad evangélica entre los hombres, proyectable a política, y la preocupación por una vida virtuosa y satisfactoria que sería una constante en la cultura que estaba fraguando.

La sociedad difirió pronto de la inglesa: el anglicanismo retrocedió ante el conjunto de las demás confesiones protestantes y una minoría católicos irlandesa; y el sistema aristocrático fue poco imitado. Londres miraba sin mucho aprecio a los colonos, excepto por el rendimiento económico de las plantaciones de tabaco, algodón, azúcar etc. Durante la Guerra de los Siete Años, los colonos habían contribuido a derrotar a los franceses de Canadá, y se sintieron vejados cuando el Parlamento inglés les impuso nuevos tributos para sostener tropas en América. Exigieron, pues, ser tratados como los ingleses de la metrópoli, tener representación parlamentaria y decidir sobre los impuestos. También les enojaba la tolerancia de Londres hacia los franceses de Québec, acordada en el tratado de París. Para entonces vivían en las trece colonias dos millones de blancos y medio millón de esclavos negros.

El conflicto empezó en 1773, con el asalto a tres barcos ingleses en Boston, cuya carga de té fue tirada al agua. Al año siguiente un congreso de colonos planteó la secesión y en abril de 1775 los británicos comenzaron a sofocar la revuelta. Dominaban el mar y las zonas costeras, y creían que los colonos se habían buscado la ruina; un general aseguró que le bastaría recorrer el territorio con mil granaderos para "castrar a todos los hombres, ya por la fuerza, ya con un poco de persuasión". Pero el interior resistía tenazmente, con guerra de guerrillas. Los rebeldes nombraron a George Washington jefe de sus tropas, atacaron por Canadá, tratando infructuosamente de extender la rebelión, y en 1776 proclamaron la independencia. Hasta otoño del 77 llevaron la peor parte, pero su situación mejoró al vencer a un ejército inglés en Saratoga. Enseguida les habían disfrutado de cuantiosa ayuda francesa en dinero y pertrechos, y pronto de la española, y Saratoga animó a París, ansiosa de revancha por la Guerra de los Siete Años, a declarar la guerra a Gran Bretaña a principios de 1778; al año siguiente lo haría España. Luego, también Holanda, que con enconadas divisiones internas, cosecharía serios fracasos.

Londres entendió que no ganaría directamente, y planeó una guerra indefinida a base de destruir y saquear las ciudades costeras, cerrar su comercio e incitar ataques de los indios, hasta que los colonos, sumidos en la miseria, volvieran al redil con "penitencia y remordimiento". Antes debía ajustar cuentas a Francia y España. Los británicos contaban con apoyo de bastantes colonos y de casi todos los indios y negros: 13.000 indios y 20.000 negros lucharon a su lado; y reclutaron hasta 30.000 mercenarios alemanes. Sin embargo, la prolongación del conflicto se volvió contra ellos. El corso rebelde rompió el bloqueo y capturó muchos barcos ingleses, los franceses lograron desembarcar una fuerza profesional de 14.000 soldados al mando de La Fayette, y los españoles ganaron una serie de batallas. En 1781 la flota francesa derrotó a la británica en Chesapeake y bloqueó a sus tropas, que, atacadas por las franco-americanas en Yorktown, hubieron de rendirse. Fue un combate mínimo, pero selló la contienda: la secesión fue oficializada en el tratado de Versalles de 1783.

Pese a su larga duración, la guerra fue poco sangrienta: unos 25.000 muertos cada bando. Los americanos tuvieron 8.000 en combate, en torno a 10-12.000 víctimas del maltrato en los infernales barcos-prisión británicos, y el resto por enfermedad. De los contrarios, la mayoría fueron alemanes, y 42.000 marineros ingleses desertaron, de unos 170.000 enrolados a lo largo del conflicto.

La ayuda española fue económica y material y, sobre todo, la intervención directa de Bernardo de Gálvez, gobernador de Luisiana. Este facilitó el tráfico y movimiento de los rebeldes y cerró a los británicos la navegación por el Misisipi, a través del cual habrían podido tomar por la espalda a los colonos. Declarada la guerra, expulsó a los ingleses sucesivamente de Manchac, Bâton Rouge y Natchez, desbaratando una proyectada ofensiva inglesa sobre Nueva Orleáns, que les habría dejado expedito el Misisipi. Luego los dejó sin bases en la zona, venciéndolos en Mauvila (Mobile) y Pensacola, impidiéndoles maniobrar desde el sur. En 1782 capturó la base naval inglesa de las Bahamas y se preparaba para atacar Jamaica cuando llegó la paz. Sus campañas mantuvieron abierta una esencial línea de abastecimiento a los colonos, al paso que impedían a los ingleses rodearlos desde el sur y el oeste. En reconocimiento de sus méritos, Gálvez desfiló a la derecha de George Washington en el festejo de la independencia. Fue después un notable virrey de Nueva España.

El tratado de Versalles resarcía a España de sus anteriores reveses frente a Inglaterra: con escaso coste humano y material recuperaba Florida y zonas de Centroamérica, así como Menorca, de donde una operación franco española en 1782 había desalojado a los ingleses. Pero no recuperó Gibraltar, que había resistido un tenaz asedio. Francia no tenía interés en eliminar una causa permanente de fricción entre España e Inglaterra y el conde de Aranda decidió por su cuenta firmar la paz renunciando al peñón. Francia recobró varias islas antillanas y enclaves en Senegal, pero el coste de su intervención causó un alto endeudamiento público que contribuiría a desencadenar la revolución. A las trece ex colonias se les reconoció la independencia y expansión hasta el Misisipi, duplicando su extensión previa y causa de nuevas guerras con los indios, que se veían arrinconados hacia el oeste. La independencia iba a suponer mucho más que el simple nacimiento de una nación: una revolución política, cuya influencia no dejarían de crecer en el mundo, hasta desbancar, un siglo y medio después, la hegemonía mundial europea.

La lucha de las trece colonias planteaba a Madrid un crudo dilema. Aranda prefirió apoyarlas, porque con Londres resultaba imposible el entendimiento, y la amenaza inglesa a Hispanoamérica era más inminente. Floridablanca deseaba no intervenir y dejar que Inglaterra se desgastase, habida cuenta, además, del mal ejemplo servido a la América española y del peligro de que un retroceso inglés diera a Francia un poder excesivo. El nuevo país no era muy rico ni muy poblado, ciertamente menos de ambas cosas que, por ejemplo, Nueva España, pero ya el nombre adoptado, Estados Unidos de América, auguraba expansionismo, y Aranda reconoció enseguida su potencial: "Recelo de que la nueva potencia formada en un país donde no hay otra que pueda contener sus proyectos, nos ha de incomodar cuando se halle en disposición de hacerlo. Esta república federativa ha nacido, digámoslo así, pigmea, porque la han formado y dado el ser dos potencias poderosas como son España y Francia, auxiliándola con sus fuerzas para hacerla independiente. Mañana será gigante, conforme vaya consolidando su constitución y después un coloso irresistible en aquellas regiones. En este estado se olvidará de los beneficios que ha recibido de ambas potencias y no pensarán más que en su engrandecimiento. La libertad de religión, la facilidad de establecer las gentes en términos inmensos y las ventajas que ofrece aquel nuevo gobierno, llamarán a labradores y artesanos de todas las naciones, porque el hombre va donde piensa mejorar su fortuna, y dentro de pocos años veremos con el mayor sentimiento levantado el coloso que he indicado".

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La revolución useña repercutió en Francia por dos vías: dejó a este país fuertemente endeudado, y su ejemplo alentó los ímpetus más radicales de la Ilustración francesa, a su vez la más radical de Europa: solo seis años después de la revolución de Usa estallaba en Francia otra revolución de estilo muy distinto.

La Revolución francesa no se debió a una situación de miseria ni de excesiva tiranía. El absolutismo ilustrado tenía poco que ver con el totalitarismo posterior: era la soberanía del monarca sobre los nobles y los parlamentos, pero no abarcaba a la mayoría de los aspectos de la vida personal, y Francia, como la mayor parte de Europa, estaba dividida internamente por aduanas, peajes, leyes, costumbres y dialectos diversos. Ello no le impedía ser un país bien cultivado y muy patriota, con una potente industria manufacturera, excelentes comunicaciones y administración ordenada, que admiraban a sus visitantes y era visto en España y otras naciones como un modelo. Había más miseria en los labriegos de Alemania, Italia o España, y solo un 17% de los campesinos carecían de tierra, en contraste con Inglaterra, donde la gran mayoría eran jornaleros y servidores de los latifundios señoriales.

En julio de 1788, Luis XVI, rey de Francia desde cuatro años antes y persona amable, reformista y poco represora, convocó los Estados Generales para el 1 de mayo de 1789, lo que se hacía por primera vez desde 1614, a fin de aprobar impuestos que sufragasen la deuda, y atender a quejas generales. No era buen momento, pues en los dos años anteriores un clima inhabitual habían arruinado gran parte de las cosechas y causado hambres (no solo en Francia); y desde 1786 la apertura del mercado a productos ingleses más baratos había causado numerosas quiebras, aunque se esperaba beneficioso a la larga; y los agitadores explotaban la inquietud social resultante. El gobierno había pedido ayuda económica a la Iglesia, que le fue negada (la Iglesia, como la nobleza, no pagaba impuestos, pero tenía a su cargo la mayor parte de la beneficencia e instrucción pública, y cada dos años entregaba al estado una considerable suma). Además, se difundían doctrinas que cuestionaban el orden tradicional. Así, los Estados Generales podían tener tanto efectos calmantes sobre la sociedad como lo contrario.

La convocatoria originó una marea de agitación reveladora de una profunda corrosión política. Los nobles querían debilitar la monarquía y recobrar su viejo poder, y no faltaban entre ellos y el clero personas de ideas revolucionarias, como también ocurría con el tercer estamento, el "popular" o burgués. Los monárquicos y el mismo rey mostraron una autodeslegitimadora actitud claudicante, pronto percibida por sus enemigos. Los Estados Generales, lejos de votar impuestos, afirmaron representar "la voluntad del pueblo", se proclamaron Asamblea Nacional soberana y constituyente, votaron la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y abolieron la distinción de estamentos en su seno. Era ya la revolución. En julio de 1789 empezó la agitación callejera y el día 14 las masas tomaron la Bastilla, degollaron al gobernador de la prisión, pasearon su cabeza en una pica, diversión que se generalizaría, y mataron o mutilaron a otros guardias; después, en el Ayuntamiento, asesinaron y destrozaron el cuerpo de un preboste. La toma de la Bastilla y liberación de sus presos se convirtió en un mito de la Revolución, quedando ese día como fiesta nacional francesa, tomando aquella prisión como símbolo de la odiosa opresión del antiguo régimen. Y en cierto modo lo era: los presos liberados fueron siete, cuatro falsificadores, dos perturbados y un pervertido. Poco antes había estado allí encerrado el marqués de Sade, cuyo nombre ha dado lugar al término "sadismo", y que excitaba a la gente desde una ventana, mintiendo que los presos estaban siendo decapitados dentro.

Danton, uno de los jefes revolucionarios, definiría la táctica: "Audacia, más audacia y siempre audacia", y en ello puede resumirse el proceso ulterior: medidas cada vez más radicales y terroristas que terminaron por costar la cabeza a sus mismos promotores. La Iglesia fue privada de todo poder (la mayoría del clero apoyó a la Asamblea, y un abate, Sièyes, fue uno de sus principales impulsores), y después expropiada para financiar el movimiento, creándose una enorme inflación por medio de la emisión masiva de "asignados", con respaldo teórico de los bienes confiscados; el rey fue llevado de Versalles a París por un cortejo de mujeres y gentes de los bajos fondos, encabezado por las cabezas de varios guardias enarboladas en picas. Desde muy pronto cundieron los clubes, centros de agitación, siendo los más extremistas los llamados jacobinos. Se prohibió huir del país, exponiéndose quienes lo intentaban a la pena de muerte (algunos de ellos agitaban en el exterior contra la revolución). La Constitución aún mantenía la forma monárquica, pero el rey, prácticamente confinado, intentó huir a Bélgica en junio de 1791, siendo capturado y devuelto a la capital. En septiembre, la Asamblea Constituyente dio paso a la Legislativa, convertida en un caos de disputas de facción.

No obstante, el fervor revolucionario en la calle mermaba, y para elevarlo el sector llamado girondino agitó en pro de la guerra contra las monarquías vecinas, a fin de "liberar a sus súbditos". Los jacobinos se oponían, pues temían perder la guerra y deseaban concentrar todas las fuerzas en radicalizar la revolución. El belicismo fue favorecido por la amenaza de Austria y Prusia de reimponer el viejo orden en Francia, por más que al mismo tiempo miraban con cierta satisfacción cómo el poderoso rival galo se destrozaba él solo. La Legislativa duró un año, y el 20 de septiembre de 1792 le sustituía la Convención, con el Comité de Salvación Pública como ejecutivo, la cual elaboró una nueva Constitución, ya republicana. Para llevar el proceso a un punto sin retorno, el rey fue guillotinado a principios de 1793. Inglaterra y España entraron en la guerra y la Convención replicó con la "levée en masse", reclutamiento general, que la dotó de un ejército más numeroso y fervoroso que los de los enemigos, y le permitió rechazarlos y ganar territorios. Para aumentar la provocación a las demás monarquías, también fue ejecutada en octubre la reina María Antonieta, tras un juicio especialmente farsante, en el que fue comparada con Fredegunda y Brunegilda (ver capítulo 12). Simultáneamente cundían las protestas por el hambre y luchas civiles en Francia, con mayor gravedad en La Vendée, atacada a sangre y fuego.

La Convención creía inaugurar una era radicalmente nueva en la historia, opuesta a la cristiana. Declaró divinidad a la razón (la Diosa Razón), entronizándola en la catedral de Notre Dame en la persona de una actriz. Sobresalió como líder Robespierre, deísta contrario al ateísmo de muchos de sus compañeros, por lo que implantó el culto al Ser Supremo, que debía sustituir al cristianismo. Los grupos dominantes trataron de cumplir la consigna volteriana "écrasez l´infâme", y desataron una persecución religiosa comparable a las peores de la antigua Roma. Se inventó un calendario con nombres de meses alusivos al clima y 1792 fue declarado Año Uno de la nueva era. Toda la historia anterior quedaba anulada y condenada, excepto los destellos o aspectos que pudieran asimilarse a precedentes de la revolución.

A Robespierre se le recuerda sobre todo por el período del Terror, durante diez meses entre 1793 y 1794, aunque el terror y las matanzas habían subrayado todo el proceso. Él opinaba que "castigar a los opresores de la humanidad es clemencia; perdonarlos es barbarie"; y tal como entendía la humanidad, los "opresores" podían ser cuantos no comulgaran con sus iniciativas, por lo que el terror se volvió contra revolucionarios radicales como Danton, Hébert, el genocida de La Vendée general Westermann, Desmoulins ("He aquí cómo acaba el primer apóstol de la Libertad", dijo ante el cadalso), y otros más. A Marat, conocido por sus libelos realmente sedientos de sangre, lo había matado la girondina Charlotte Corday, que a su vez fue guillotinada.El padre de la química, Lavoisier, sufrió la misma suerte cuando el juez especificó que "la República no precisa químicos ni científicos"...

Las víctimas de este período se han estimado entre 16.000 y 40.000. La revolución según la frase consabida, se devoraba a sí misma, pero la gran mayoría de las víctimas fueron gente común y trabajadores. Por fin, el 27 de julio (9 de termidor según el nuevo calendario) de 1794, una conspiración derrocó a Robespierre, que fue a su vez guillotinado después de un vano intento de suicidio, corriendo la misma suerte amigos suyos como Saint-Just. Quienes le derrocaron también habían ejercido ampliamente el terror.

Un año después Napoleón Bonaparte barrió con artillería a los partidarios de la Convención, que fue sucedida por un Directorio de cinco políticos, varios conocidos por su corrupción. Para mantenerse, el Directorio prolongó la guerra, pues, con el país arruinado, la paz traería de vuelta unos ejércitos a los que no podía pagar, mientras que en el extranjero vivían de expropiaciones y tributos a los naturales. En estas guerras ganó popularidad Napoleón. España, fracasados sus ataques a Francia, terminó en 1796 como aliada de esta y contra Inglaterra. La flota inglesa, en inferioridad numérica, derrotó a la española cerca del cabo San Vicente en 1797 aunque después se vio afectada por graves motines. Los revolucionarios conquistaron el norte de Italia, Holanda, Nápoles y zonas de Alemania, pero hacia 1799 retrocedían ante las rusas y austríacas mandadas por Suvórof. El 18 brumario (9 de noviembre) de ese año, Napoleón puso fin al Directorio y, propiamente, la Revolución francesa, iniciando un nuevo proceso en Francia y en Europa.

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