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Zoé Valdés

Abalorios

"La política es el arte de lo posible", dijo alguien; pero también es el arte de lo imposible y del engaño

Empecemos por el final: no sólo el ministro de Transportes, José Luis Ábalos, debió dimitir tras las múltiples mentiras y versiones falsas con las que él y el Gobierno argumentaron el Delcygate (todavía está a tiempo); también el presidente, Pedro Sánchez, debió hacerlo (debido a un sinnúmero de fraudes, mucho antes), por el hecho de haber aprobado o dado la orden de que esta delincuente venezolana, Delcy Rodríguez, pisara suelo español y espacio Schengen, frente a lo que había dispuesto la Unión Europea cuando restringió los movimientos de Nicolás Maduro y sus secuaces y exigió que los países miembros de la propia UE respetaran las reglamentaciones referentes a esa dictadura.

Ambos debieron dimitir, no sólo por eso, además por colaboracionismo y complicidad con un régimen que ha torturado, asesinado y destrozado todo un país. ¡Y qué país! Un país rico, petrolero, hundido actualmente en la miseria por culpa del llamado ‘socialismo del siglo XXI’, que no es más que comunismo.

Quede aclarado que esa destrucción y esos crímenes y torturas fueron iniciados y llevados a cabo por Hugo Chávez y por Nicolás Maduro obedeciendo a la tiranía castro-comunista de Cuba, que todavía es la que mangonea no sólo al régimen madurista, también a la oposición.

José Luis Ábalos y Pedro Sánchez tendrían que entender que la política no es un juego de abalorios, y que ningún político es imprescindible, mucho menos cuando van de chulos y sobrados. Han sido elegidos para servir al pueblo y no a la inversa. Su papel es emplear el sentido común y actuar con justicia mediante la verdad. Aunque ya a estas alturas sabemos que en semejantes casos sería igual que pedir peras al olmo.

Esa frase emitida por el ministro Ábalos, quien expresó algo parecido a que nada ni nadie lo apartarían de su destino político, es de las manifestaciones que quedarán para la historia española como una de las más incompetentes y prepotentes de un individuo que no tiene ni siquiera un historial político relevante y mucho menos ahora respetable; que para colmo se mueve, actúa, habla, con un orgullo y una irracionalidad que nada tienen que ver con el servicio leal a un país. Y que es lo que se supone que sea lo que debiera mantenerlo en su puesto, no por el contrario para, exclusivamente, hacer carrera personal, o de pandilla y de mafia.

"La política es el arte de lo posible", dijo alguien; pero también es el arte de lo imposible y del engaño. Cuando se recurre al engaño se está imposibilitando lo esencial en ese difícil y sutil arte: facilitar que los seres humanos –cualquier ser humano, tenga el origen que tenga y pertenezca a la tendencia política que haya decidido, como si no pertenece a ninguna– confíen en quienes han depositado su destino vital durante al menos cuatro años. De otro modo el entendimiento no tendría ocurrencia. El divorcio sería inminente.

Este Gobierno inició esta fatal artesanía –que no arte en su caso- con un juego de abalorios tramposo, y con un resquemor rayano en el error por parte inclusive de quienes lo eligieron. El resquemor de que no dieran la talla, de que la volvieran a ensuciar, como cuando el inútil de José Luis Rodríguez Zapatero abandonó su mandato.

No sólo no están a la altura de la tarea para la que fueron nombrados, además han ido traicionando cochinamente los principios de la libertad y de la democracia, imponiéndose a la manera de los peores caudillos sudamericanos. Y es que, lo dice el refrán: quien paga, manda. Y contagia.

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