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Zoé Valdés

De la decadencia

Fidel Castro cumplió el 13 de agosto 88 años. Peor no puede llevarlos. Se nota que ya anda más del lado de allá que del lado de acá.

Todo empezó con la caída pública tras el discurso en la inauguración del monumento al Che Guevara en Santa Clara. Salió de la tribuna con aquel paso de militarote garboso que poseía y de pronto el pie pisó en el aire y se despetroncó contra el piso, deslizándose acostado como si quisiera alcanzar Home en un juego de béisbol.

Pero no se trataba de ningún juego, se trataba de la primera caída, de la caída fatal, de una caída pública que daría la vuelta al mundo convirtiéndolo en el hazmerreír de millones de personas. Ahí empezó la decadencia, el derrumbe sin fin, para llegar a ser lo que es hoy: un anciano engurruñado, jiboso, sordo, y con la cabeza medio ida.

Fidel Castro cumplió el 13 de agosto 88 años. Peor no puede llevarlos. Se nota que ya anda más del lado de allá que del lado de acá. Y para colmo ni siquiera se acordará de quién ha sido, lo que es una pena, porque sus crímenes, los que cometió, debieran espantarlo hasta el último minuto de su existencia. Porque él ya no vive, existe solamente; recondenándole todavía más la vida a los demás, sobre todo a sus parientes cercanos y a sus secuaces.

Aquella caída, tan descacharrante que todavía hoy provoca la risotada, fue simbólica. Se caía el Jefe del comunismo cubano, se caía un símbolo, se caía una gloria para algunos y un asesino para otros. Se desmoronó por el piso el monstruo de Birán. Era lo que nadie esperaba, que el Caga Andante tropezara y cayera con un simple paso en falso. Como tampoco nadie esperaba que durara tantos años y que su maldición se hiciera eterna y se desparramara por la mayoría de los países del mundo, enfermos de castrismo.

Hoy observamos a un viejo en la más abyecta decadencia, lleva aparaticos en los oídos, debió cambiar sus botas de fino cuero italiano por unos tenis adidas y el uniforme verde olivo por el chándal o la camisita a cuadros. Avanza penosamente agarrado de uno de sus hijos, encorvado y con la vista más tenebrosa que nunca. La sonrisa es una mueca de asco con un mohín de soberbia. Mientras más cagalitroso más soberbio.

Da gusto verlo así, en la más absoluta decadencia, en la soledad más total, sin el poder real, siendo el objeto de las burlas continuas de su pueblo y del mundo. Da un enorme placer contemplar la escena donde un pintor lamebotas le grita al oído para que pueda enterarse de lo que ocurre a su alrededor.

No lo niego, cuando quiero reírme a carcajadas, sólo tengo que poner la imagen de la caída, de esa gran caída que ha sido como un bálsamo, que me ha valido más que cualquier tratamiento psiquiátrico contra el padecimiento del exilio. Ahí está esa gran caída, disfrutémosla, mientras llega poco a poco el desbarajuste final.

¿Qué estará esperando el ébola para devorar el cuerpo del delito? El de su propia existencia.

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