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Lucrecio

Políticas muy personales

No se debe minusvalorar el peso de la mezquindad personal en los hechos políticos. En don Javier Rojo, ese peso es aplastante. Que la ambición personal de un pobre don nadie, materializada en el loco amor por una jefatura de diputación foral, pueda dar al traste con la alianza de la cual pende algo tan grave como lo es un golpe de Estado institucional en el País Vasco, sería cosa de asombro en otros horizontes; en el nuestro, casi aburre por prevista.

Desde aquel día mismo en que Juanli Cebrián y su González obtuvieron –con el benévolo plácet de Don Jesús, que es quien tiene la chequera– la cabeza de Redondo Terreros, todo en el Partido Socialista vasco se ha jugado en fraternal guerra a navajazos en la tripa. Han sido demasiados años sin disfrutar del generoso saqueo a que el Gobierno vasco viene sometiendo los fondos públicos desde el inicio mismo de la transición y del intemporal imperio nacionalista. Quien más y quien menos tiene su corazoncito. Y su estómago. Y los corazoncitos y los estómagos de su familia.

No es que el principio sea muy distinto al aplicado en toda la malhadada “España de las autonomías”. Esa arbitraria mixtura, fruto de la incompetencia constitucionalista de Suárez y de la imbecilidad de sus opositores, era, desde el principio y en su esencia misma, una máquina pensada sólo para la corrupción. Ni siquiera nueva. Poco más que la puesta al día del viejo mecanismo caciquil de toda la vida, muy mejorado, eso sí, merced a la faraónica absorción de fondos públicos con que comprar votos y voluntades. El resultado, al cabo de un cuarto de siglo de experiencia, fija un apabullante protocolo de laboratorio. Con mayor o menor fortuna, la política nacional ha ido siendo modificada por los electores, y aun los políticos que se soñaran faraones inmutables, fueron cediendo a la implacable erosión del tiempo y del hartazgo del votante. En los gobiernos autónomos, quien gana una vez gana para toda la vida. Andalucía, Extremadura, Galicia, Cataluña y, sobre todo, Vascongadas son arquetipos de esa dinámica de esclerosis en las autodefensas ciudadanas.

Diferencia el caso vasco la explícita programación de un golpe de Estado: una parte de la Administración, la autónoma, ha anunciado ya su proyecto de convocar referéndum secesionista sin pasar a través de las condiciones que la ley regula. Y su inminencia –el golpe ha sido anunciado por el Presidente del gobierno local para el otoño próximo– fuerza a una excepcionalidad en la respuesta que, de momento, no es pensable en el resto de la nación. Esa respuesta estaba programada por los partidos mayoritarios españoles desde antes del proceso electoral. Era elemental aunque insuficiente: compromiso de apoyar, en todos y cada uno de los ayuntamientos vascos, a aquel de ambos candidatos (PP o PSOE) que hubiera logrado mejor resultado electoral. Era insuficiente, desde luego, porque sólo un acuerdo de candidaturas únicas hubiera dejado en minoría al PNV; en estas elecciones y, lo que es mucho más importante, en las autonómicas que vengan luego. Aun siendo insuficiente, permitía agrupar fuerzas y plantar línea de defensa sólida a una ofensiva nacionalista que, lejos de ser una más, se anuncia como la apertura de la mayor crisis política desde el fin de la dictadura.

¿Qué tiene el tal Javier Rojo que contraponer a eso? Su persona. Lo suficientemente alto autovalorada como para juzgar ofensivo no ser él –tercera fuerza electoral, tras PP y PNV– el Diputado General de Álava. Puedo entender que la vanidad de un cacique local llegue al punto de delirio en el cual ya no le importe dinamitar un engranaje clave en la máquina del Estado. Lo que no entiendo –mejor, lo que me niego a aceptar– es que su partido no lo expulse. Ipso facto.


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