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Lucrecio

Amor hacia el verdugo

No es nuevo. Aunque en España haya tomado, en estas últimas semanas, una dimensión –¿a qué negarlo?—monstruosa. En el amor que la víctima despliega hacia el verdugo, se juega una desgarrada voluntad de supervivencia. Si soy así torturado, si de tal modo se me maltrata o asesina, es que algo en mí ha sido malo; y él, esa especie de Dios vicario a cuyas vejaciones me hallo sometido, nada hace sino restablecer el orden de las cosas, otorgándome el don del castigo que merezco; y salvándome, así, de mis pecados, a través del purificador purgatorio al cual benévolamente se digna someterme.
 
No es nuevo. Es una de las más atroces pulsiones del inconsciente enfermo. Los psiquiatras la conocen bien. Al menos desde Freud, que dedico a su análisis páginas luminosas. Lo nuevo es el cinismo con el que los políticos hacen uso de esa dolorosa patología para trocar dolor por votos.
 
Lo del alcalde de Leganés supera en obscenidad a todo cuanto recuerdo haber visto a lo largo de mi, por lo demás más bien misántropa, experiencia política. Una manifestación que, bajo la coartada de rendir memoria a los doscientos asesinados, toma como consignas a reivindicar precisamente las de los seis asesinos autoinmolados junto a todo lo que pudieron llevarse por delante: es la perversidad casi en estado puro.
 
En un país que no estuviera enfermo, sería el partido del convocante quien hubiera tomado inmediatas medidas: expulsión del PSOE, sí; pero eso es casi lo de menos. En un país mínimamente civilizado, el partido al cual perteneciera semejante sujeto hubiera sido el primero en llevarlo a los tribunales por apología del terrorismo.
 
Pero éste no es un país en sus cabales. Es España. Los futuros ministros del PSOE encabezaron la manifestación a favor de idénticas consignas a las que llevaron a los seis asesinos autodespedazados a triturar a doscientos ciudadanos cuyo único delito era vivir en un país que no se declara islámico.
 
Pocas veces el amor al verdugo fue tan lejos.

En España

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