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Lucrecio

Criatura del aire

Ninguna de ellas poseyó ese don casi maléfico de la perfecta ingravidez: Fay Wray, que murió hace tres días con casi cien años, sencillamente, no era de este mundo.

En el plano final, cuando el arco se destensa y Zaroff va derrumbándose muy lento sin que la flecha llegue a dispararse, Schoedsack y Cooper componen una de las más bellas epítomes de la historia del cine: en primer plano el cazador de humanos, que se ha soñado Dios jugando con sus leves criaturas; más allá de la ventana, lejos, remando sobre las aguas a las cuales ya nunca llegará esa última flecha del perseguidor, exangüe ahora, dos fragilísimas figuras huyen hacia el infinito. Huyen del infinito y ni siquiera saben su destino. The must dangerous game, ese juego, el más peligroso, que es el de gobernar la muerte, quizá sea la más intensamente fantasmática de entre las desgarradas obras maestras del cine mudo.
 
De las dos figurillas, como agotadas libélulas sobre la lancha que se aleja, quedará en la memoria del espectador tan sólo una: la de una mujer bellísima, que, a lo largo del poco más de una hora de metraje, ha como flotado en ese sueño congelado del cual da cuenta la pantalla. Hubo, sin duda, otras tan bellas – Lillian Gish, viene enseguida a la memoria – entre las milagrosas heroínas de antes de que las figuras sobre la pantalla se pusieran a hacer ruido. Ninguna de ellas poseyó ese don casi maléfico de la perfecta ingravidez: Fay Wray, que murió hace tres días con casi cien años, sencillamente, no era de este mundo.
 
¿Era esa ingravidez lo que amaba en ella el Rey Kong? Era eso lo que, en todo caso, sabían Schoedsack y Cooper que debía amar aquella mole de amor desesperado. King Kong, sin la intangible delicadeza de esa criatura vaporosa a la cual sostiene en la palma de su mano, no hubiera sido nunca la desmesura romántica que cristaliza el amour fou en el cine.
 
Las dos películas fueron rodadas simultáneamente: los mismos decorados, los mismos técnicos y actores, hasta la misma música. 1933. The must dangerous game (que el aficionado español tal vez recuerda más como El malvado Zaroff) y King Kong, el mal en su matemática más exquisita y la inconsciente pureza que devasta todo, devoraron a sus creadores. Nadie puede sobrevivir – o casi nadie – a la simultánea creación de dos metáforas así de acabadas. Schoedsack y Cooper se fueron diluyendo en la minuciosa gestación del cine sonoro. De Fay Wray apenas queda memoria de lo hecho luego de aquel año milagroso.
 
Una amiga neoyorkina me envió su foto, hace unos pocos años: la de una viejecita esbelta, etérea, pero nada frágil. No me fue preciso leer el pie de foto para reconocer los ojos de Fay Wray. Había pasado, ya entonces, los noventa. Ha muerto ahora. Todos la recordarán por el desesperado amor del rey de los gorilas. Para mí, es el cruce de brumas sobre cuya vagorosa huida se cierra la mirada última del Conde Zaroff.

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