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Lucrecio

Primeras escaramuzas

Comienza el otoño, pues. En son de guerra. Sin el menor horizonte.

Comienza el otoño. En son de guerra. La que Rodríguez Ibarra acaba de declarar a Chaves, sobre cuya coartada se apoya Maragall, que es el pilar que sustenta a Rodríguez Zapatero.
 
Rodríguez Zapatero había preparado un programa electoral cuyo objetivo no era ganar las elecciones. Sí, consolidar su mando sobre el Partido, de cara a los cuatro años por venir. La lección de lo ocurrido con el pobre Borrell era demasiado explícita como para no tomar nota. Sin esperanza alguna de llegar al Gobierno en plazo inmediato, la estrategia del sonriente Secretario General se agotaba en el básico principio de mantenerse en el cargo, frente a las previsibles arremetidas que iban a seguir a lo que se daba como una segura derrota. Era lo sensato: resistir y aguantar a que la erosión del tiempo sobre el partido gobernante le diera su oportunidad.
 
No era el único en tener esa certeza. La tenían aún más los pequeños caudillos locales, a los que la perversa tendencia clientelista del Estado de las Autonomías permitía soñar con una repetición casi de por vida de cargo y prebendas. Ante la perspectiva de una larga travesía del desierto, todos ellos optaron por blindarse y por primar la relativa (o menos relativa) independencia de sus organizaciones locales sobre la dirección central del PSOE. Ni Chaves, ni Bono, ni Rodríguez Ibarra estaban por aceptar la renuncia a una gabela prácticamente de por vida a causa de una excesiva identificación con el perdedor que en Madrid iba a pegarse el más duro morrón desde los tiempos de Almunia. Maragall, aún menos. Y Paquito López soñaba, en tanto, con el retorno bajo el palio protector (en lo político-policial, por supuesto, pero antes aún en lo financiero) del PNV. La perspectiva de un PSOE transformado, de hecho, pero también quizá estatutariamente, en federación de partidos independientes, era más que una hipótesis.
 
Las cosas parecieron torcerse cuando Maragall, lejos de arrollar como esperaba, se trocó en rehén de un Carod-Rovira, enredado en la tela de araña de ETA. Hubo de forjarse entonces aquella alianza a la desesperada, entre un Maragall desfalleciente y un Zapatero aterrorizado ante la posibilidad de ser catapultado hacia la nada. Desde todas y cada una de las autonomías gobernadas por el PSOE, aquel eje Madrid-Barcelona dejó oír un nada tranquilizador ruido de sables.
 
Luego, los islamistas hicieron presidente a Zapatero.
 
Y todos los cálculos viraron al delirio.
 
Sin línea ya de repliegue en la feudalización de sus respectivos dominios, no quedó a los caudillos locales otra opción que la de articular su “nacionalizado” poder con el imprevisto Gobierno central de un Zapatero que dependía irremisiblemente de los votos Maragall-Carod para mantenerse. Sin perspectiva alguna de gobierno que no pasara a través de la cesión ante las imposiciones catalanas, para Zapatero no quedó más que una vía transitable: la reforma de la Constitución que, junto al proyecto nacional–socialita catalán, abriría inexorablemente la puerta al equivalente plan Ibarreche en el país vasco. El apunte de Arzallus, anteayer, acerca de la existencia de conversaciones secretas entre ETA y el Gobierno de Madrid supondría, en efecto, la supresión de lo que Ibarreche ha proclamado siempre como el único obstáculo para su aplicación inmediata. La abrupta respuesta de un Ibarra al que este juego deja definitivamente en la marginalidad política dentro del PSOE, era de esperar.
 
Comienza el otoño, pues. En son de guerra. Sin el menor horizonte.

En España

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