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EDITORIAL

El niño mimado de la democracia

No deja de resultar paradójico que quien se encargó de reducir la importancia de la palabra "nación", primero en el Estatuto catalán y luego en el andaluz, reconozca ahora la importancia de las palabras

El que el extremismo de la izquierda se haya cobrado 100 millones de muertos y décadas de un enorme porcentaje de la población mundial sojuzgado por el totalitarismo no ha hecho mella en la popularidad de la izquierda, ni ha llevado a la ilegalización a los partidos comunistas de las democracias occidentales; ni siquiera han pedido jamás perdón. La derecha, en cambio, parece obligada a pedir siempre perdón por el fantasma de las dictaduras pasadas, mientras sus extremos son ilegalizados y repudiados socialmente. Décadas de propaganda siguen dando frutos. La izquierda sigue siendo juzgada por sus magníficas intenciones y la derecha por los peores resultados prácticos de sus políticas.

La consecuencia de este hecho entre los partidos que debieran ser menos extremistas es evidente. Mientras el partido de centro izquierda puede echarse al monte siendo jaleado en las televisiones, la moderación del centro derecha es calificada sin sonrojo de radicalización. A la discrepancia ante los dos años de gobierno de Zapatero se le dice portadora de crispación, pero la destrucción de la unidad de España y la rendición ante la ETA reciben el calificativo de "proceso de paz". El discurso del presidente del Gobierno en Vistalegre no es más que la alegre chanza jactanciosa de un miembro más de la estirpe más mimada de la democracia: la izquierda.

El del domingo fue un texto en el que se enorgullece de la retirada de las tropas de Irak, pese a realizarla incumpliendo su promesa electoral de hacerlo sólo si la ONU no aprobaba la resolución que ciertamente aprobó antes del plazo. Una retirada en la que, por lo que se ve, se dejó olvidada una fragata, que ha colaborado en acciones bélicas con la armada estadounidense. Pero como las magníficas intenciones son las de luchar por la paz y por una alianza entre civilizaciones con las dictaduras teocráticas de Oriente Medio, el despliegue de la Álvaro de Bazán no ha provocado mucho revuelo.

De entre las perlas del discurso, cabe destacar su defensa de la ruptura del consenso en el cambio de significado de la palabra matrimonio. Una ruptura no sólo con la oposición sino con el artículo 32.1 de la Constitución, la Academia de la Lengua, el Consejo de Estado, el CGPJ y hasta el Senado. Zapatero afirma que no podía transigir con el uso de la palabra matrimonio para referirse a la unión legal entre homosexuales, pues "con las palabras los seres humanos construimos significados y moldeamos la realidad". El presidente del Gobierno reconoce su deseo de cambiar a la sociedad por medio del BOE, modelarla a su gusto por medio de la imposición legal, pero como la ingeniería social rebosa "talante" y "tolerancia" en sus intenciones declaradas, nadie levantará mucho la voz.

No deja de resultar paradójico que quien se encargó de reducir la importancia de la palabra "nación", primero en el Estatuto catalán y luego en el andaluz, reconozca ahora la importancia de las palabras, especialmente cuando se ponen negro sobre blanco en una ley. La coherencia no es la mayor de las virtudes de la izquierda, que cuenta con que unos medios domesticados y unos votantes acomodados en el sectarismo no tengan en cuenta estas minucias.

El silencio sobre las sombras de los dos primeros años de gobierno de Zapatero no debería sorprender a nadie, pues no es costumbre que ningún político eche piedras sobre su propio tejado. Más preocupante debería ser la aceptación bovina de su discurso. Siendo la izquierda el niño mimado de la democracia, no es de extrañar que hayan pasado sin crítica los dos peores años que ésta ha vivido desde que se aprobó la Constitución.

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