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Amando de Miguel

Las lenguas como formas de no entenderse

Son abundantes las ilustraciones que prueban la sospecha de que la lengua sirve también para no entenderse.

Las distintas especies animales utilizan ciertos lenguajes simplicísimos que les ayudan a comunicarse para poder sobrevivir y aparearse. Pero el autodenominado Homo sapiens recurre a la capacidad de hablar, gesticular y escribir para operaciones mucho más complejas y también bastante contradictorias. Llama atención un hecho: la profusión de lenguas en el mundo, varios miles de ellas. A primera vista parece un esfuerzo inútil. ¿No habría sido más funcional una sola lengua o al menos solo unas pocas? Se sabe el fracaso del esperanto y de otras lenguas inventadas, con la intención de llegar a ser universales. En las cifras sí se ha llegado fácilmente a un acuerdo cuasi universal, pues se utilizan para aspectos utilitarios.

La multiplicidad de las lenguas se acompaña del hermoso mito de la torre de Babel. (Desde entonces el sonido ba se utiliza para expresar la dificultad de hablar o entenderse. Por ejemplo, bárbaro o balbucear). Pero se impone una explicación racional. Yo la veo muy sencilla.

Simplemente, el Homo sapiens necesita vivir en sociedad: familias, clanes, tribus, aldeas, ciudades, naciones. La salida más simple para procurar tal adscripción consiste en dotarse elementos de diferenciación. De esa forma se logra distinguir bien el nosotros (los de dentro) del ellos (los foráneos). El recurso más elemental es la lengua, que, convertida en nuestra, se presenta como idioma. La formación de una lengua, derivada o emparentada con otra, consiste en lograr continuos rasgos diferenciadores. Incluso, dentro del territorio natural de una lengua, se cultiva el acento, algo que es todavía más difícil de aprender por los bárbaros, los extraños al idioma.

No paran ahí las cosas. Aun con mismo idioma y con un acento característico, dentro de un territorio lingüístico surgen todo tipo de dialectos, jergas, jerigonzas que distinguen a ciertos grupos ocupacionales, de edad, de condición social. Así funciona en España el politiqués o modo de expresarse de los hombres públicos. Lo fundamental de todas esas variaciones es hacer que los de fuera no logren entender bien a los de dentro. Siempre habrá trujimanes y traductores, pero la traducción perfecta se hace imposible, sobre todo porque se manejan no solo sonidos o voces sino expresiones enteras. ¿Cómo buscar la equivalencia de "echar la casa por la ventana" a otros idiomas alejados del español? ¿O "hacer de tripas corazón"? ¿O "respirar por la herida"?

Se podría pensar que al menos los insultos fueran algo universal, pero cada cultura idiomática cultiva los suyos. Quizá lo común sea mencionar las palabras que son tabú en cada territorio lingüístico. Por ejemplo, las voces relacionadas con los defectos físicos, los excrementos, la sexualidad. Aun así, subsisten variaciones llamativas. En inglés las alusiones al diablo o a la sangre producen expresiones vitandas, cosa que a los españoles nos dejan fríos. Al revés, nombres propios muy comunes en la comunidad hispanohablante, como José María (masculino) o Maria José (femenino) a un anglófono le producen extrañeza. Un español no considera irrespetuosas expresiones como "armar un cristo" o "un belén" para indicar algún desastre organizativo, cosa que choca mucho a un cristiano de otras latitudes lingüísticas.

Los nacionalismos en España (ahora dicen "independentismos") fuerzan el desarrollo público de la lengua privativa de su región para demostrar que deben mandar los que la consideran como materna. Es una forma sinuosa de excluir a los metecos hodiernos. En definitiva, son abundantes las ilustraciones que prueban la sospecha de que la lengua sirve también para no entenderse.

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