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Amando de Miguel

Pero ¿hubo alguna vez animales políticos?

La calificación de “animal político” ha desvirtuado notablemente su prístina significación. En la Grecia clásica caracterizaba al ciudadano modélico.

La calificación de "animal político" ha desvirtuado notablemente su prístina significación. En el original de la Grecia clásica, el animal político era la forma de caracterizar al ciudadano modélico, más preocupado por los intereses de la polis (la ciudad-Estado) que por los propios. Lo contrario era el idiota. Se trataba de una cuestión de nobleza obliga, pues los ciudadanos de las polis clásicas eran solo unos pocos, los que vivían fundamentalmente del trabajo de los demás. No merece mucho aprecio ese ideal de animal político, por mucho que la etiqueta se maneje como encomio.

La acepción común que ahora rige es la del animal político que se adscribe a los dirigentes de los partidos, obsesionados por alcanzar el poder o mantenerlo. No se colige que pueda ser admirable una conducta tan egoísta, sectaria y obstinada. Sin embargo, afirmar de un hombre público que es un "animal político" suena así al mejor halago, se maneja de forma ponderativa. Es como alabar su vocación de servicio público, la que realmente califica a muchos modestos funcionarios.

¿Qué tendrá el poder que hace tan laudatoria la conducta de los que subordinan todo a su consecución? Uno de los mayores goces de una persona normalmente constituida consiste en la capacidad de ayudar a los demás, hacer favores, otorgar dádivas. Ahí reside el fundamento de la querencia por hacerse uno rico. Es evidente que el pobre pocos favores puede hacer a los demás, fuera de dar lástima, de excitar el ejercicio de la caridad por parte de los altruistas. Pero, más todavía que el rico, el político con poder manifiesta una inusitada capacidad de conceder ventajas a una infinidad de personas; más todavía si es de una forma ilegítima. Se comprenderá ahora el inmenso atractivo de los comportamientos de los corruptos. Muy pocos llegan a enfrentarse con los tribunales, y, de ellos, aún menos reciben una sentencia condenatoria. Casi ninguno de los condenados devuelve lo robado.

La cuestión es que resulta muy escaso el número de puestos políticos con verdadero poder. Como la demanda o apetencia de tales puestos se muestra muy nutrida, se comprenderá que la lucha por alcanzar el poder o mantenerse en él sea particularmente despiadada. De ahí proviene la imagen tan negativa que tiene el pueblo sobre los políticos como conjunto. Los contribuyentes no acaban de comprender que los políticos sacrifiquen los fines de semana para medrar en el partido en lugar de solazarse con su familia. La única explicación es que las mieles del poder deben de ser muy apetecibles. Conviene a su aspirantes y ocupantes disimular tal atractivo, no sea que aumente demasiado la demanda de solicitudes. Esa es la razón por la que exageran el lado pesaroso de la lucha política, como si la hicieran a desgana, una especie de sacrificio por el bienestar general. No convencen mucho.

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