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César Vidal

El enigma Castiñeiras

La historia de un electricista llamado Castiñeiras, autor presunto del robo del famoso Códice Calixtino, es un enigma insoluble incluso para un Sherlock Holmes secundado por Luis del Pino.

En medio de este panorama nacional que no deja de proporcionarnos motivos de pesar prácticamente continuos se ha producido una noticia que parece salida de una combinación del talento de Berlanga y de Valle-Inclán. Se trata de la historia de un electricista llamado Castiñeiras, autor presunto del robo del famoso Códice Calixtino. El resultado es un enigma insoluble incluso para un Sherlock Holmes secundado por Luis del Pino.

Hace unos meses, saltó a las páginas de cultura de los medios la noticia –ciertamente lamentable– de que el Códice Calixtino había sido sustraído de una importantísima catedral española. Nadie le dio mayor importancia y, en apariencia, no la tenía, pero hete aquí que el culpable de la sustracción ha sido descubierto y cuantos más datos aparecen al respecto más confuso queda todo el asunto.

Empecemos por el culpable. El tal Castiñeiras era electricista de la catedral. Había prestado sus servicios en el recinto sagrado nada menos que durante un cuarto de siglo y, durante ese tiempo, las autoridades eclesiásticas se habían negado a emplearlo utilizando el subterfugio de que era un autónomo. Se mire como se mire, semejante conducta da la sensación de ser una sinvergonzonería que persigue, fundamentalmente, no pagar ni los seguros del trabajador ni la indemnización en caso de despido. Me temo que tal comportamiento –inmoral donde los haya– no debe ser inhabitual en según qué ámbitos aunque yo sólo he tenido ocasión de contemplarla, horrorizado, por cierto, en los clericales. Sin ir más lejos, uno de los talibanes que entra semanalmente en mis artículos para ponerme cual no digan dueñas estuvo mucho tiempo trabajando de esa manera para un medio católico que, en un momento dado, se deshizo de él. Nunca lo indemnizó ni cosa que se le pareciera, pero, por lo visto, semejante conducta confirmó su fe en un ejercicio bien significativo de masoquismo espiritual. En el caso de Castiñeiras, el electricista, al parecer, harto de suplicar que lo contrataran como Dios manda (nunca mejor dicho), se entregó, por lo visto, a la ilegalidad. Redactó así un falso contrato de trabajo con la idea –imagino– de cobrar desempleo el día que la catedral decidiera prescindir de sus servicios. Pero la ilegalidad fracasó. El deán de la catedral descubrió el pecado de Castiñeiras y respondió poniéndolo en la calle.

Llegados a ese punto –un cuarto de siglo de trabajo sin que lo convirtieran en trabajador fijo y, al final, cornudo y despedido– todo apunta a que Castiñeiras se dejó llevar por el resentimiento. Ya se sabe que estas cosas suceden. Para satisfacerlo, arrambló con el Códice Calixtino quizá en la idea de que semejante pérdida provocaría la caída del odiado deán.

Durante meses, la Policía estuvo al corriente de que Castiñeiras era el culpable, pero, por razones que se me escapan, en lugar de actuar como se espera que actúe la Policía, intentó persuadirlo para que devolviera lo sustraído. Si influyó en ello el deán o alguna autoridad eclesiástica es un dato que no ha trascendido, pero que sería interesante conocer especialmente si uno piensa vivir en el futuro apoderándose de lo ajeno. Dado que Castiñeiras no se comportó de la manera deseada, la Policía, finalmente, procedió al registro de su domicilio, a su detención y a la recuperación del Códice. En apariencia, todo estaría resuelto, pero aquí es donde Castiñeiras deja de ser un delincuente común para convertirse en un enigma.

Junto con el Códice, varias copias del mismo y, al parecer, otros objetos de valor, se le ocupó a Castiñeiras un millón y medio de euros de procedencia desconocida. No sólo eso. Además se ha sabido que Castiñeiras pagó a tocateja un apartamento en una de las zonas turísticas más caras de España al igual que un piso para un descendiente. En total, pues, Castiñeiras disponía de una suma en efectivo que debió rondar los dos millones de euros. La citada cantidad resulta de origen más que desconocido y, lógicamente, hay que preguntarse: ¿de dónde sacó el dinero Castiñeiras? Las respuestas que se han dado al respecto son todo menos convincentes.

¿Sacó los dos millones de euros Castiñeiras de la venta del Códice Calixtino? Obviamente no porque éste ha sido encontrado y no fue vendido.

¿Sacó los dos millones de euros del robo de otros objetos de la catedral? Así parecen pretenderlo las autoridades eclesiásticas, pero semejante explicación es inverosímil. Los bienes a los que se hace referencia –casullas, monedas romanas, etc– no dan para ese fortunón ni lejanamente. Ignoro lo que puede costar una casulla de segunda mano, pero muchas tuvo que robar y vender Castiñeiras para llegar siquiera al millón de euros. En cuanto a las monedas romanas, sí tengo una idea bastante ajustada del precio y Castiñeiras tendría que haber robado la paga de la Legión X para acercarse siquiera a la citada suma.

Las autoridades eclesiásticas también han señalado que Castiñeiras estuvo robando de la catedral al menos un objeto diario durante diez años, pero, sinceramente, este dato también me parece inverosímil. Primero, porque implicaría que Castiñeiras se llevó cerca de cuatro mil objetos de la catedral –que debía de estar más llena de bienes muebles que El Corte Inglés en unas rebajas –sin que nadie hiciera nada–; segundo, porque la desaparición de los objetos que podrían tener algún valor –una talla, un retablo, etc– habría llamado la atención antes incluso que la del Códice como muy bien señalaba Cayetano González en Es la noche de César y, tercero, porque, de nuevo, ni aún así se llega a los dos millones de euros.

Por otro lado, es verdad que las entidades eclesiásticas no se han caracterizado históricamente por su capacidad para manejar el dinero –como demuestra que los reyes de la Edad Media prefirieran siempre a los judíos antes que a un obispo o un arcediano para ocuparse de sus finanzas o como deja ver el hecho de que la Banca Vaticana entre periódicamente en quiebra a pesar de haber blanqueado incluso dinero de la Mafia– pero de ahí a creer que la catedral se iba quedando como un solar sin que nadie reparara en ello o moviera un dedo es pedir mucha imaginación –o fe– al respetable. Una cosa es ser torpe e incluso negligente y otra es ser tonto de remate y si el deán captó enseguida que Castiñeiras le quería dar gato por contrato no se comprende que en diez años no sospechara del personaje.

¿Sacó los dos millones de euros del robo de las reliquias de la catedral? Así parece haberlo apuntado también alguna autoridad eclesial, pero el supuesto hay que desecharlo de plano. Las reliquias –reconozcámoslo– ya no son lo que eran. Cuando Felipe II llevaba vez tras vez a España a la bancarrota convirtiéndola en espada de la Contrarreforma, el mercado de las reliquias –de las que era gran coleccionista el fanático monarca– constituía una fuente de ingresos importante que explica, por ejemplo, las falsificaciones lucrativas de las que era objeto. Basta al respecto leer al nunca bien ponderado Erasmo de Rotterdam o a nuestro Alfonso de Valdés, más que posible autor del Lazarillo, que tuvo la prudencia de morirse de peste en Viena porque si llega a regresar a España hubiera ascendido al cielo como los judíos en Auchswitz, es decir, convertido en cenizas si bien no de los hornos crematorios sino de la Santa Inquisición. Hoy, sin embargo, las reliquias no cotizan –quizá porque el brazo incorrupto de santa Teresa no impidió que Franco se muriera aunque, a decir verdad, lo ignoro– e incluso sus estuches de oro o de plata nunca habrían podido producir la nada desdeñable cantidad de dos millones de euros.

Y, naturalmente, yo me pregunto: ¿de dónde salió esa fabulosa cantidad de dinero en efectivo? ¿De la catedral? No puede ser porque entonces, y procediendo como tendría que proceder de fuente honrada, las autoridades eclesiásticas habrían denunciado su desaparición igual que la del Códice Calixtino y es obvio que no lo hicieron. Lo dicho. Lo de Castiñeiras se ha convertido en un enigma que ni Sherlock Holmes acompañado por Luis del Pino sería capaz de resolver. 

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