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Cristina Losada

El expediente X de los indignados

Acaba de surgir un partido que llaman X, quizá porque no saben todavía qué quieren ser de mayores.

Acaba de surgir un partido que llaman X, quizá porque no saben todavía qué quieren ser de mayores.

De aquellos indignados que hicieron una plaza Tahrir en cada ciudad española, acaba de surgir un partido que llaman X, quizá porque no saben todavía qué quieren ser de mayores. Yo prefiero que los indignantes monten un partido, por virtual que sea, a que monten campamentos en los espacios públicos. Una ocupación como aquella, que consintió el Gobierno entonces, no sólo es una molestia, también es una coacción en toda regla. Su mantra era "No nos representan", refiriéndose a los representantes políticos elegidos en las urnas. Veremos cuántos ciudadanos los quieren como representantes, si es que el partido X se porta como un partido adulto y se la juega en las elecciones.

Hay un vídeo, por cierto, insoportable, como única fuente informativa sobre las ideas y propuestas del partido de la incógnita. En rigor, propuestas aún no tienen, salvo que se tome por tales hacer pagar la crisis a "los especuladores", "resetear el espacio político" o el "wikigobierno". Para saber de qué se trata, toca esperar a que despejen la equis. Esperemos sentados, aunque no en un escaño. Porque su plato fuerte es el desalojo del Congreso de los Diputados, que no sé si entraña disolverlo al modo del general Pavía o secuestrarlo al estilo de Tejero. El caso es que quieren echar a los 350 diputados elegidos por sufragio universal, libre y directo, pero no dicen si han de ser sustituidos. Igual por asambleas donde se vote moviendo las manecitas como bebés, seña de identidad de sus acampadas.

Como otros movimientos populistas, de ahora y antes, los indignados repudian la democracia representativa y las formas de la política parlamentaria. En ese ámbito, tienen planes: que no se llame a los diputados ni "diputados" ni "señorías", sino "empleados públicos al servicio del bien común". Esto no gustará a los auténticos empleados públicos, pero a cambio permitiría innovar el lenguaje tradicional del Congreso: "Vaya acabando su intervención el empleado público al servicio del bien común Rubalcaba", o, para abreviar: "Tiene la palabra la empleada pública Rodríguez"; y así sucesivamente.

Los indignados disfrutan del cariño y la admiración de una prensa que decidió ver en ellos una corriente de renovación de la vida pública. Pero, fuera del lenguaje cibernético, nada nuevo alienta ahí: la política contra los políticos es tan vieja como la democracia parlamentaria. Sólo falta que digan que no son de izquierdas ni de derechas para que inventen, por ejemplo, la Falange

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