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Cristina Losada

Odio y paz

Tratan de que se establezca una identificación entre la paz y Zapatero, que le traspase a él los valores positivos de aquella. No es novedad. Lo hizo Franco en su tiempo: la paz justificaba la dictadura.

Cientos de manos en alto recibieron a Zapatero en Baracaldo. Pero no eran los de ETA rindiéndose, como auguraba para uno de estos días Bono, antes de salir de naja. Eran los socialistas vascos. Manos arriba estaban, con cartelitos que no eran blancos, pero cuyo mensaje implícito se hubiera expresado más atinadamente con ese color. No decían "ETA no", como en los viejos tiempos, o sea, antesdeayer. Cuando ETA es ya una banda a secas, no sabemos si de rock o de pop, queda feo señalarla, no vaya a tomarlo a mal. Decían simplemente "paz". Y no era Navidad. De haberlo sido, se hubieran ahorrado la cartelería colocándose bajo las luces que engalanan en diciembre la madrileña calle de Alcalá. La paz brilla allí en todos lo idiomas del planeta y en alguno de los de fuera. En ese envoltorio navideño, resultaría menos sangrante el retroceso.

Retroceso, porque la reclamación de paz frente a ETA pertenece a aquella época en la cual la lucha política contra el terrorismo se hallaba en pañales, mecida en la ambigüedad y en la equidistancia, y alimentada del complejo ante el nacionalismo. Fue así, sobre todo, entre las gentes de izquierda. Pedir paz frente al terror implicaba pasividad y no obligaba a enfrentarse a las raíces del mal, entre las cuales se hallaba la propia actitud de comprensión o indiferencia hacia los crímenes de ETA mientras la mayoría de sus víctimas fueron policías, guardias civiles, y personas de derechas. No sé si de aquellos polvos vienen estos lodos, pero lo cierto es que la voluntad de derrotar a ETA, que durante un tiempo manifestó la dirección socialista y llegó a plasmar en el Pacto por las Libertades, se ha volatilizado en un pispás. Los socialistas ya no reclaman libertad, sino que sacan la paz, bandera blanca. Ésa bajo la que siempre ha pretendido lavar su mala conciencia, y ocultar su complicidad, el PNV.

Pero el lema que exhibían manos en alto los socialistas vascos no sólo responde a la dinámica del desistimiento. Se trata de grabar en las mentes de los españoles que Zapatero es un hombre bueno que desea, por encima de cualquier otra cosa, que haya paz urbi et orbe. Las credenciales pacifistas de ZP son de fabricación tan reciente que no las habíamos visto nunca en su larga carrera política (no ha tenido otra). Todo su pedigrí se reduce a su enconada oposición al derrocamiento de un dictador sanguinario y a ordenar la salida por piernas de Irak, dejando tirado a un pueblo que intentaba construir una democracia y afrontaba el criminal asedio del terror. El pacifismo de ZP consiste, si no importan las palabras sino los hechos –como dicen los intérpretes socialistas de ETA–, en entregar a una población a aquellos que la asesinan y la oprimen. Parafraseando a Bono, en dejar que mueran para no matar.

A Zapatero le fue provechoso entonces el eslogan de la paz, gracias al antiamericanismo patológico de unos y la ingenuidad de otros. Y es por ello que lo han seguido colocando, y tratan de que se establezca una identificación entre la paz y Zapatero, que le traspase a él los valores positivos de aquella. No es novedad. Lo hizo Franco en su tiempo: la paz justificaba la dictadura. Ahora sirve para justificar las cesiones ante ETA. Y algo más. Pues la retórica buenista encubre el rasgo esencial de la política del socialismo gobernante: alimentar el odio contra la derecha. Es el abono emocional necesario para lograr su objetivo estratégico: eliminar la posibilidad de alternancia.

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