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Cristina Losada

Una revolución revolucionaria de verdad

La Revolución Cultural fue, para muchos intelectuales, periodistas y devotos izquierdistas occidentales, una cruzada moral.

La Revolución Cultural fue, para muchos intelectuales, periodistas y devotos izquierdistas occidentales, una cruzada moral.

A principios de la década de 1970, una periodista y política italiana muy respetada en la época y también después, Maria Antonietta Machiocchi, viajó a China por encargo del diario del partido comunista de Italia, L’Unitá. El país acababa de pasar por el ciclo más turbulento y destructivo de la Revolución Cultural, de cuyo inicio se cumplen ahora 50 años, pero en el libro que Machiocchi escribió sobre su visita allí se leen comentarios admirativos como éste:

… un pueblo está marchando a paso ligero y con fervor hacia el futuro. Este pueblo puede ser la encarnación de la nueva civilización del mundo. China ha dado un salto adelante sin precedentes en la historia.

La referencia al salto adelante no era irónica, pese a que el desastre causado por el intento de industrialización a marchas forzadas que Mao lanzó bajo aquel lema, y que provocaría la hambruna más mortífera del siglo XX, fuera la causa de que el dirigente chino desatase la Revolución Cultural en mayo de 1966. Aquella gran purga de contrarrevolucionarios, y cualquiera lo podía ser, destinada a evitar el cuestionamiento de su poder, fue un episodio delirante y brutal en el que se persiguió, apaleó, torturó y ejecutó a cientos de miles de personas, se destruyeron casas, libros, bibliotecas y monumentos, y se forzaron cambios de costumbres que no se consideraban revolucionarias. Incluso el aspecto personal fue objeto de persecución: se cortaba el pelo a las chicas, se destrozaban los pantalones de estilo foráneo y se prohibió la venta de cosméticos y gafas de sol.

La Revolución Cultural se propuso atacar a los Cuatro Viejos: viejas ideas, viejas costumbres, viejos hábitos y vieja cultura, y no por casualidad la mano ejecutora de este experimento social fueron los adolescentes, los jóvenes guardias rojos, a los que Mao sacó de las escuelas y movió por todo el país para que erradicaran todo signo de contrarrevolucionaria vejez. El Gran Timonel intuyó que esas serían las mejores tropas de asalto, las más despiadadas y fieles, y liberó "la fuerza brutal de la juventud iletrada", como dice Paul Johnson en Tiempos modernos. Iletrada, pero adoctrinada en el carácter sagrado de la revolución, en la imperiosa necesidad de llevar hasta el final la lucha de clases y en el culto a la personalidad de Mao Zedong.

Cincuenta años después, apenas quedan rastros del poder de seducción que ejerció la revolución china en Occidente. Pero entonces, en plena Revolución Cultural, los que buscaban nuevas direcciones donde se hiciera realidad la Utopía hallaron en ella, y justo en los rasgos que hoy parecerán más aberrantes, el anuncio del mundo nuevo, del hombre nuevo, de la civilización nueva de sus sueños. Había ya entonces un desencanto con la Unión Soviética, encarrilada hacia una suerte de normalidad y rendida a las tentaciones de la modernización, y frente a ella China surgió como una revolución revolucionaria de verdad, una que producía no ya cambios económicos y sociales, sino transformaciones radicales de la condición humana.

La Revolución Cultural fue, así, para muchos intelectuales, periodistas y devotos izquierdistas occidentales, una cruzada moral, una extirpación de políticos degenerados, renegados y traidores, una demolición de las instituciones que obstaculizaban la entrada triunfal en el paraíso comunista, o una desinfección de la sociedad para librarla de los males visibles en la sociedad capitalista (consumismo, alineación, desigualdad, elitismo). "Es imposible distinguir a un intelectual de un obrero", celebraba Simone de Beauvoir ya años antes de la Revolución Cultural. "Esta unidad de la multitud brota de una fuente profunda; aquí nadie es arrogante, nadie es petulante, nadie se siente por encima o por debajo de nadie".

En muchos de los reportajes que ha dedicado estos días la prensa internacional al aniversario de la Revolución Cultural se da cuenta de que el partido comunista chino ha preferido no volver sobre unos hechos que saldó en su día con la condena de la Banda de los Cuatro. Su decisión de enterrarlos en el olvido es, pese a todo, menos inexplicable que la desmemoria sobre la atracción que despertaron entre los soñadores de Occidente aquellos experimentos revolucionarios. Es una amnesia recurrente. Cada vez que el sueño revolucionario produce monstruos, cada vez que esos monstruos emergen insoslayables, los que desde fuera (mejor desde fuera, es más seguro) lo apoyaron y respaldaron vuelven la mirada hacia otro lado y lo olvidan. Se salva así el sueño: el ideal queda limpio de crímenes y barbarie, listo para que se lo vuelva a buscar, alentar y patrocinar de otra forma, en otra parte.   

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