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Eduardo Goligorsky

Vuelve la policía del pensamiento

Cuando se persigue una opinión, actividad o costumbre que no infringe los derechos del prójimo, todas las libertades corren peligro.

Cuando se persigue una opinión, actividad o costumbre que no infringe los derechos del prójimo, todas las libertades corren peligro.

Supongamos, solo supongamos, que volvemos a los tiempos de la dictadura franquista. Año 1970. Imaginemos que circula el rumor de que un círculo de católicos postconciliares ha invitado a un intelectual extranjero para que diserte sobre la opción de la castidad entre los homosexuales. Al oír la palabra homosexuales suenan las alarmas en la Brigada Político-Social. Hay una redada en el local y a los detenidos se les aplica el artículo de la Ley de Vagos y Maleantes, que reprime a este colectivo.

Inquisidores, dictadores y comisarios políticos

Volvamos a la realidad, en el 2017. "El Govern vigilará el acto del escritor que pide la abstinencia gay" (LV, 10/2). Ahora el detonante es el término abstinencia. Los que dieron la voz de alarma, según el diario, fueron el Ayuntamiento de Barcelona, el Observatorio contra la Homofobia y varios colectivos LGTBI, que pidieron la suspensión de la charla. El conferenciante era el escritor francés Philippe Ariño y el escenario la parroquia Santa Anna de Barcelona, en el ciclo CafèYouCat.

Afortunadamente, ya no existe la Brigada Político-Social, y la Ley de Vagos y Maleantes es cosa del pasado. Pero la policía del pensamiento no se rinde. El Gobierno de Cataluña, continúa informando el diario, resolvió enviar un técnico de la Direcció d’Igualtat del Departament de Treball, Afers Socials i Familia, que "se encargará de evaluar si su discurso incita al odio o a la discriminación contra el colectivo LGTBI (…) algo que sea sancionable por vulnerar la ley 11/2014 contra la LGTBIfobia". LGTBIfobia que, interpretada desde mi óptica heterosexual, se encuentra mucho más presente, como autoodio, en los clubes gays decorados con instrumentos de tortura, adonde los asiduos concurren disfrazados de oficiales de las SS. O en la pornografía gay ilustrada con los matones de Tom de Finlandia.

No conozco al escritor Philippe Ariño y tampoco frecuento la parroquia Santa Anna ni ninguna otra. Ignoro cuáles fueron los argumentos que esgrimió este conferenciante (disertó el domingo 12 de febrero) para defender la abstinencia sexual, y la verdad es que no me interesan. Lo que sí me interesa es la preservación de la libertad de pensamiento que nuestra sociedad ha conquistado al cabo de muchos años –siglos– de lucha contra inquisidores y dictadores, y que hoy veo amenazada por los comisarios políticos y de costumbres.

Aumenta mi afán de preservarla, ciñéndome a los principios del liberalismo, el hecho de que muy probablemente disiento en casi todo con el pensamiento del señor Ariño y de quienes patrocinaron su conferencia: soy ateo; apruebo la ley de plazos para el aborto; defiendo el derecho de las personas adultas de ambos sexos a organizar su vida como mejor les parezca, ya sea practicando la castidad sin coacciones o la promiscuidad con consentimiento mutuo, con todas las opciones intermedias posibles. Y, ya en el umbral de los 86 años, con los consiguientes achaques, espero la pronta sanción de una ley de eutanasia y suicidio asistido, aunque sea con el aval de los totalitarios de Unidos Podemos.

La práctica del odio, contra los homosexuales o contra cualesquiera otros seres humanos, debe ser punible. La prédica también, aunque en muchos casos está amparada por una discutible tolerancia o sometida a una insoportable disparidad que desenmascaró Jean-François Revel. Por ejemplo, ¿cómo es posible que el Gobierno de Cataluña organice un simposio de odio titulado España contra Cataluña sin que todo el peso de la ley caiga sobre los responsables? ¿Cómo es posible que no se inculque el mismo odio al comunismo culpable de cien millones de muertes que el que se inculca al nazismo?

Libertades en peligro

No nos apartemos del tema. La vigilancia ejercida sobre la persona que propone mediante la palabra oral o escrita la abstinencia sexual de los homosexuales choca con la libertad de la que disfrutan quienes la proponen para los heterosexuales. Y es sabido que los predicadores de muchas religiones, y no solo de la católica, organizan congresos, seminarios y cursillos en los que se hace la apología de la castidad. Entre los jóvenes y entre los adultos, elevando el ascetismo a la categoría de virtud e incluso de paso previo a la santidad. ¿O acaso estoy dando una coartada a los comecuras de pacotilla para que también acosen a estos predicadores? La libertad de expresión debe prevalecer en ambos casos.

¿Y qué les sucederá a aquellos millones de personas que, sin motivaciones confesionales, renuncian voluntariamente a la actividad sexual (LV, 1/3/2016) por falta de deseo o para ahorrarse complicaciones en la vida? ¿Las vigilará la policía del pensamiento de la Generalitat a pedido de la mayoría heterosexual y del colectivo LGTBI, que podrían sentirse igualmente menoscabados por los asexuales?

Cuidado. Cuando se persigue una opinión, actividad o costumbre que no infringe los derechos del prójimo, todas las libertades corren peligro. En esta época de masificación marcada por el totalismo que denuncia Miquel Porta Perales en su libro, con circos sin animales y azúcares con impuestos, es posible que los veganos exijan multar a los omnívoros (lo soy) y los no fumadores (entre los que siempre me conté respetando a los adictos al tabaco) propongan envenenar los cigarrillos con sustancias más fulminantes que la nicotina.

Una prueba de que la predisposición al autoritarismo y la intolerancia se infiltra en los lugares más insospechados la encontramos en el hecho de que Ciudadanos firmó, junto a todos los díscolos y saltimbanquis del Parlamento de Cataluña, y contra el voto del PP y algunos pocos diputados del PDECat, un manifiesto en el que pedían al Arzobispado que no cediera espacio a ese acto.

Beber en las fuentes

Ciudadanos, partido que voté en las dos últimas elecciones, y que me dio la satisfacción de abandonar la desnortada socialdemocracia para abrazar un programa de centro liberal, progresista y aconfesional, deberá beber más en las fuentes de ese ideario para no emular los vicios del entramado demagógico. Antes de sumarse a iniciativas que coartan el derecho a verter opiniones políticamente incorrectas, lean a John Stuart Mill (Sobre la libertad):

La peculiaridad del mal que consiste en impedir la expresión de una opinión es que se comete un robo a la raza humana, a la posteridad tanto como a la generación actual; a aquellos que disienten de esa opinión, más todavía que a aquellos que participan de ella. Si la opinión es verdadera, se les priva de la oportunidad de cambiar el error por la verdad; y si es errónea, pierden lo que es un beneficio no menos importante: la más clara percepción y la impresión más viva de la verdad, producida por su colisión con el error.

(…)

Toda época ha sostenido opiniones que las épocas posteriores han demostrado ser, no solo falsas, sino absurdas; y es tan cierto que muchas opiniones ahora generalizadas serán rechazadas por las épocas futuras, como que muchas que lo estuvieron en otro tiempo están rechazadas por el presente.

Todo demasiado complejo para que lo entendieran, antes, los esbirros de la Brigada Político-Social, y para que lo asimile hoy la policía del pensamiento que vigila al disertante cuando los ideólogos del colectivo LGTBI lo juzgan sospechoso de heterodoxia o apostasía. Pero es indispensable que sí lo entiendan y lo apliquen quienes se han comprometido, en su programa, a consolidar una sociedad respetuosa de los principios intrínsecos del centro liberal, progresista y aconfesional. Todavía confiamos en que quienes asumieron este compromiso lo cumplan. No es mucho pedir.

PD: Me alegra comprobar que esta vez Pilar Rahola ("Una conferencia", LV, 12/2) también defiende, aunque con otros argumentos y confesando que desoye los consejos de sus amigos políticamente correctos, la libertad de expresión de un disertante con el que discrepa.

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