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Chirac nuclear

Chirac hizo sus pruebas y degustó a fondo la impopularidad mundial. Poco después los chinos hicieron lo propio, a la chita callando, y las huestes antinucleares no movieron una ceja.

El presidente francés llegó al poder a mediados de los 90 cuando la guerra fría había quedado atrás, la bipolaridad había desaparecido y la paz mediante el “equilibrio del terror” que procuraban las armas nucleares había perdido su sentido. Pero la fuerza nuclear francesa, diminuta comparada con los arsenales de los gigantes, contaba bien poco en ese equilibrio, y muchos de sus principales propósitos no cambiaban con el vuelco del entorno estratégico.

Desde el 64 todos los presidentes franceses habían realizado pruebas nucleares y Chirac, para no ser menos, quiso estrenarse con ellas. En el debate electoral con su contrincante el socialista Jospin, posteriormente su jefe de gobierno durante la cohabitación, las defendió a machamartillo. Cuando su rival argumentó que podían ser sustituidas por simulaciones de ordenador, ironizó respondiéndole que debía poseer el secreto de los dioses, porque no era eso lo que le decían los sabios franceses.

Chirac hizo sus pruebas y degustó a fondo la impopularidad mundial. Poco después los chinos hicieron lo propio, a la chita callando, y las huestes antinucleares no movieron una ceja. Pero el clamor contra Francia fue tal que el propio Chirac se decidió a entrar en el secreto de los dioses y conformarse con las simulaciones para seguir avanzando en el campo científico. Se había dado el gusto atómico del que sus sucesores se verían privados.

Pero mantener vivo tan delicado armamento requiere también palabras que definan la estrategia y hagan presente su realidad a todos. En el 2001, pocos meses antes del 11-S americano, el presidente francés, discurseó sobre el tema con tan escaso eco que pareciera haberlo hecho clandestinamente. Sólo casi tres años después las palabras de junio del 2001 suscitaron un cierto debate periodístico entre especialistas. Sin embargo habían sido importantes. Suponían un radical cambio de doctrina. La tradicional disuasión francesa “del débil al fuerte” renunciaba a la amenaza contra las ciudades del enemigo para fijar su objetivo en la destrucción del liderazgo. Cual pueda ser la diferencia, puesto que aquel se aloja en la capital del país, resulta un tanto misteriosos. Si se le preguntaba a un responsable francés cómo se puede destruir dirigentes sin arrasar ciudades, la respuesta era que toda acción militar comporta daños colaterales. Ya se sabe. Lo de matar moscas a cañonazos palidecía frente a la nueva doctrina francesa.

Ahora el presidente ha vuelto a hablar. Sus enemigos internos dicen que para darse importancia cuando ya casi nadie se la reconoce. Pero el argumento de que una parte de la disuasión reside en las palabras es siempre válido. Lo que ha hecho, esencialmente, es reafirmar el compromiso francés con aquella. También ha ratificado la doctrina del 2001: “Nuestras fuerzas estratégicas nos permitirán ejercer nuestra respuesta directamente sobre sus centros de poder, -y añade- sobre su capacidad de actuar”. Se hila tan fino en estas cuestiones que no se ha dejado de señalar la novedad que supone ese “su capacidad de actuar”.

Pero lo que realmente ha levantado una oleada de interés es la inclusión del terrorismo en la lógica de lo nuclear. No los terroristas como tales, como engañosamente han dado a entender algunos titulares sensacionalistas, sino los estados que los patrocinan: “Los dirigentes de estados que recurran a medios terroristas contra nosotros, así como los que contemplen utilizar armas de destrucción masiva, deben comprender que se exponen a una respuesta firme y adaptada de nuestra parte, puede que convencional pero también puede ser de otra naturaleza.” Ahí queda eso. De otra naturaleza. A buen entendedor... El problema consiste en si no lo comprenden. ¿Qué hacer entonces para no destruir la disuasión? En la incertidumbre está la gracia.

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