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Gina Montaner

La tregua de los Rose

Tan grande es la crisis de viviendas en los Estados Unidos, que cada vez son más las parejas rotas que se ven obligadas a compartir techo a pesar de que ya no pueden ni mirarse a las caras sin sentir un profundo hastío.

¿Recuerdan La guerra de los Rose, aquella película en la que un matrimonio separado se peleaba a muerte por ver quién se quedaba con la casa? Pues bien, los tiempos han cambiado mucho desde que viéramos en la gran pantalla a Kathleen Turner y Michael Douglas librar una mortal batalla por arrebatarse los bienes en común a la hora del cruento divorcio.

Tan grande es la crisis de viviendas en los Estados Unidos, que cada vez son más las parejas rotas que se ven obligadas a compartir techo a pesar de que ya no pueden ni mirarse a las caras sin sentir un profundo hastío. Hace unos años, cuando la burbuja inmobiliaria estaba en pleno apogeo y los precios se habían disparado astronómicamente, separarse legalmente era como coser y cantar: la gente plantaba un cartel de "se vende" y en cuestión de semanas el botín se repartía y la propiedad pasaba a manos de otra pareja enamorada, segura de que había encontrado un nido de amor que sólo lo desharía la muerte.

El 2009 ha amanecido con la resaca de relaciones desbaratadas, pero condenadas a redefinir el concepto tradicional del matrimonio y dispuestas a explorar otras vías: como la de la pareja dispareja que formaban Jack Lemmon y Walter Mattheau en la célebre comedia de Billy Wilder, o se han visto estancadas en un revival amargo de la serie Friends, donde compartir piso ya no es la alegre prolongación de la juventud, sino la imposibilidad de tomar caminos distintos a causa del desempleo, la montaña de deudas y una hipoteca cuya suma sólo se puede pagar entre dos. En los periódicos y las televisiones sabemos de parejas en las que ahora uno duerme en el dormitorio principal y el otro en el de invitados. El acaloramiento de las discusiones ya no es por quedarse con un hogar devaluado, sino por conseguir aparcar en el garaje y no en la acera o dividir los gastos de la comida y de la electricidad.

Entre las resoluciones que muchos se plantean con la llegada del nuevo año, hay quienes han decidido posponer sus planes de divorcio y se esfuerzan por reconstruir sus matrimonios no por un súbito renacer del afecto marchito, sino producto de un cálculo pragmático que se ajusta a estos tiempos de casas flacas, desinfladas y sin jardinero que pode el césped en la melancolía de unos barrios residenciales depreciados.

Los Rose del cine eran ricos y estaban dispuestos a morir matando por una lujosa mansión con lámparas de cristal de bohemia, muebles antiguos y cortinas de damasco. La pareja encarnada por los entonces atractivos Kathleen Turner y Michael Douglas sabía que aquel bombón de finca no duraría nada en el mercado de los subprime y la falta de verificación por parte de los bancos. Cualquiera, desde un indigente a un mafioso, podía reunir los requisitos en aquellos locos años noventa. Más de una década después y con los bolsillos desplumados, no hay guerra que librar por una vivienda sin valor. El matrimonio Rose debe contentarse con una tregua hasta que la venta de la casa los separe.

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