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El fracaso del intervencionismo

Fui testigo de cómo Carlos Sabino escribió este libro. Se tomó un año sabático y viajó por cada país iberoamericano para recabar información de primera mano sobre los procesos de reforma económica. Podría haberse limitado el trabajo de gabinete, como suelen hacer los economistas, pero su formación sociológica y su profunda curiosidad de profesor lo llevaron a tomarle personalmente el pulso a cada sociedad que sería materia de su estudio.

Por ello, El fracaso del intervencionismo en América Latina no es sólo un estudio del populismo que asoló el subcontinente las últimas décadas, sino principalmente un testimonio personal. Revisa la historia de cada nación iberoamericana sin detenerse en la frialdad de las cifras, sino para acreditar fehacientemente la monstruosa experiencia que nos tocó vivir en el subcontinente durante las últimas décadas: hiperinflación, guerra civil y crisis políticas.

Sin embargo, si hubo algo dramático fue que, por una suerte de coincidencia fatal, los dictadores militares de los setenta se retiraron simultáneamente a principios de los ochenta para dejarle a la democracia la responsabilidad de gobierno. Y fue ésta la que desató, en medio del fárrago de demagogia y corrupción, a los cuatro jinetes del Apocalipsis socialista.

Demócratas fueron Alfonsín, Alan García y Siles Suazo. Demócratas fueron Febres Cordero y Luisinchi. Demócratas fueron Collor de Melo y Arístide. Demócrata fue hasta Abdalá Bucaram.

Semejante constelación de pecadores vino a alimentar un imaginario social ávido de encontrar responsables. La tragedia fue que, en ese imaginario, la influencia de la moral cristiana determinó que, por caridad, se quisiera hacer culpables no a las personas sino a las instituciones.

Los pecados pasaron así a la democracia. No hubo responsables individuales. No hubo políticas perniciosas. No hubo ideas equivocadas. Se hizo responsable a una cosa -la democracia- como si ella tuviese voluntad independiente de quienes la utilizan.

Poco importó la brillante excepción de Paz Estensoro en Bolivia, quien de incendiario en los cincuenta, pasó a bombero a mediados de los ochenta, llegando a recuperar no sólo la estabilidad económica, sino la democracia en su país, acaso el más pobre y flagelado de la región.

Todo esto acarreó una pérdida del ideal democrático en Iberoamérica. Lo que había sido entusiasmo a principios de los ochenta, se convirtió en angustia y desazón al final de la década. Muy pronto la gente empezó a añorar a los dictadores. La sola idea del orden encarnado en un hombre reapareció por doquier. Fujimori y Chávez son los ejemplos.

Prácticamente no existe ciudad latinoamericana en la que el dictador peruano no goce de una gran popularidad. Pregunte usted a un taxista o a un empresario bogotano, panameño o mexicano. Todos le dirán con la misma errada convicción: "Aquí hace falta un Fujimori".

Aún más confundido que su mentor, Chávez enarbola la versión caribeña del mismo fenómeno: el hombre fuerte capaz de regenerar a un país a punta de discursos, folklore y demagogia. El "cirujano de hierro" del que nos hablaba Joaquín Costa, pero en versión salsa.

Lo que ha sucedido es simplemente que, sobre una base de convicciones políticas endebles, la tradición caudillista ha visto renacer a sus personajes. Paradójicamente, al fracaso del intervencionismo -una dictadura económica ejercida por la democracia política- no ha seguido en América Latina el advenimiento de la libertad, sino el de una dictadura política, incompatible con el desarrollo del mercado, que representa las más oscuras relaciones mercantilistas de nuestras sociedades.

En efecto, las estructuras profundas de los países latinoamericanos no han sido siquiera tocadas por las reformas económicas ocurridas durante los noventa. Al viejo mercantilismo colonial, caracterizado por un capitalismo antidemocrático en el que la propiedad y la empresa son privilegio de unos pocos, por la falta de igualdad ante la ley, por los monopolios y oligopolios legales y por el exceso de regulación, no le ha seguido una auténtica economía de mercado.

Por el contrario, las reformas, mayormente macroeconómicas, han tenido sólo un efecto cosmético para hacer más digerible las viejas estructuras de poder. Ha sido una estrategia mercantilista. Por ejemplo, el proceso de privatización en América Latina en lugar de utilizarse como un mecanismo para prevenir la corrupción y difundir la propiedad, se convirtió en un torvo recurso para crear monopolios u oligopolios privados que segmentaron los mercados y discriminaron a los pobres.

Dramáticamente podría decirse que, en vez de ser la vanguardia de la modernidad, son la retaguardia mercantilista. Tras de ellas, los mismos de siempre: latinoamericanos que prefieren auparse tras de una gran empresa extranjera con buenas conexiones políticas en lugar de competir honradamente.

Carlos Sabino nos llama la atención sobre estas paradojas y nos recuerda, con pasión y razón, que la forja de una sociedad libre no es -como quería el comunista peruano José Carlos Mariátegui- calco ni copia, sino creación heroica.

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