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ENRIC MARCO Y LOS NEGACIONISMOS

El sueño de la memoria produce comediantes

Hace poco tuve la oportunidad de estar en el Congreso de los Diputados, en el acto de conmemoración de la liberación de Auschwitz, donde habló, en nombre de los republicanos españoles prisioneros de los nazis, en su condición de presidente de Amical de Mauthausen, Enric Marco, de quien acaba de descubrirse que ni había resistido heroicamente ante el nazismo ni había sido deportado.

Hace poco tuve la oportunidad de estar en el Congreso de los Diputados, en el acto de conmemoración de la liberación de Auschwitz, donde habló, en nombre de los republicanos españoles prisioneros de los nazis, en su condición de presidente de Amical de Mauthausen, Enric Marco, de quien acaba de descubrirse que ni había resistido heroicamente ante el nazismo ni había sido deportado.
El impostor Enric Marco.
Confieso que soporté mal su discurso, obsesivo y exclusivista, que pretendía dar la impresión de que el grupo que él decía representar era un objetivo primordial del régimen de Hitler: pocas veces había visto utilizar con menos escrúpulos una versión del pasado para mejor servicio al poder constituido, tripartito, como se sabe.
 
En política nada es lo que parece. Ni siquiera la historia: la política convierte el relato del pasado en un instrumento de las batallas del presente. Porque la historia, recordémoslo una vez más, no es una sucesión de acontecimientos, sino el relato que de ella se deriva. Y los relatos son siempre cambiantes. No obstante, recordémoslo, fue un historiador, y no un político, quien puso en evidencia a Enric Marco, que se había inventado un pasado, tal vez para compensar sus cobardías, que le habían impedido ser un héroe, tal vez por razones infinitamente peores. Ni siquiera se puede descartar que haya sido un infiltrado que, como El hombre que fue Jueves de Chesterton o los correspondientes personajes de Los demonios de Dostoyevski o El agente confidencial de Conrad, se vio desbordado por su personaje y se encontró para su propia sorpresa al frente de los que había ido a espiar. También el joven Hitler fue a ver qué pasaba en un pequeño partido político y encontró en él su destino. Nunca lo sabremos.
 
En todo caso, Marco ha sido un buen actor, mimetizado con los nacionalanarquistas catalanes con los que eligió convivir durante años: los he conocido bien, y puedo asegurar que los encarnaba perfectamente, hasta en lo de inventarse un pasado heroico que pocos tuvieron. Eso sí, ha sido un buen actor fuera del teatro, en la política, que también es representación, pero con una diferencia esencial: en el teatro hay un pacto de verosimilitud entre quien actúa y su espectador, dispuesto a dar por cierto lo que sabe que es ficción; en política no sólo no hay pacto semejante, sino que, por el contrario, es función y obligación del espectador descreer de lo que ve.
 
En teatro, y en la ficción en general, no cabe exigir verdad: basta con lo verosímil. En política, la verdad y la mentira son los materiales cotidianos de construcción de los discursos; y a la democracia se le supone la posesión de mecanismos de control para corregir los abusos de la mentira. Muy mal tiene que estar el sistema en España para que la falsa memoria de Enric Marco haya llegado a sustituir la de otros en las Cortes. Pero es que el asunto viene de lejos, y lo que hay que analizar es lo que la clase política dominante ha querido y quiere hacer con el pasado: el negacionismo difuso de los socialistas, los comunistas y los nacionalistas de todo pelaje, aun cuando algunos nacionalistas hayan emprendido la defensa del Estado de Israel por creer que éste materializa parte de sus aspiraciones.
 
No es del caso desarrollar el tema aquí, pero hay que señalar que el caso israelí se inscribe en el proceso poscolonial general, un proceso de creación de naciones, el único en el que cabe hablar de derechos de los pueblos, de derechos colectivos previos al establecimiento de un marco de garantías para los derechos individuales, que en los casos catalán y vasco están sobradamente garantizados.
 
Poco antes de la aparición de Marco en el Congreso, y ya en relación con Auschwitz, una militante socialista me había hablado con entusiasmo de lo que tenían pensado hacer: una exaltación de las víctimas, desglosadas para la ocasión en diversos grupos: judíos, gitanos, homosexuales, resistentes –y, en este grupo, polacos, franceses, republicanos españoles, etcétera–. Fue vana mi tentativa de explicarle que la política racial del III Reich se refería exclusivamente a los judíos, que en Wansee se trató de la solución final de la cuestión judía, y no las de la cuestión gitana o la cuestión homosexual o la cuestión republicana española o la cuestión polaca.
 
Fue vano insistir en que había habido nazis homosexuales y nazis polacos, franceses, húngaros, checos, de todas las nacionalidades y regiones que se le pudieran ocurrir –aunque no nazis judíos–, y que el envío al exterminio de gitanos y resistentes estaba más ligado a la marginalidad de unos en una sociedad que pretendía incorporar a todo el mundo a la producción industrial, y a la hostilidad política de otros, que a una planificación de largo alcance que sí se había hecho respecto de los judíos. Igualmente inútil fue orientar la conversación hacia la composición étnica de los grupos de resistencia, hacia los comunistas y socialistas judíos franceses y judíos alemanes que terminaron en los hornos. La militante socialista siguió en sus trece.
 
El negacionismo de la Shoá ha ido adquiriendo rostros diversos desde que los precursores de Faurisson empezaron a discutir el número de víctimas judías en los campos. Primero se dijo que no habían sido tantos. Después se dijo que también habían sido aniquilados muchos gitanos. Después, que también muchos homosexuales. Más tarde, a partir de la ola de memorias que nos invadió tras la muerte de Franco, que también muchos republicanos españoles. Desde luego, la comparación cuantitativa es siempre así de etérea: muchos, menos, tantos. No puede ser de otro modo: nunca hubo millones, ni cientos de miles de republicanos españoles en Europa, y menos aún en la resistencia organizada. Su peso fue enorme en Francia, donde la colaboración era la norma y donde la política soviética para el exilio español –asunto aún no estudiado en toda su extensión– concentró el mayor número de comunistas para que continuaran su labor. Tampoco hubo nunca millones de homosexuales en los lager. Ni millones de gitanos.
 
Las comunidades gitanas, que yo recuerde, no tuvieron representación notoria en los actos centrales de la conmemoración de la liberación de Auschwitz en España, sea porque sus dirigentes no se interesan demasiado por ese aspecto de su historia, sea porque las autoridades competentes no consideraron de recibo su presencia o prefieren no llamar la atención sobre un problema de integración que no han sabido, podido o querido resolver. Las organizaciones de homosexuales varones vienen explotando el filón victimista desde hace unos años, en la medida de sus posibilidades, con la debida discreción ante la posibilidad de que alguien recuerde las SA o mencione la conocida condición homosexual de no pocos dirigentes nazis y cuadros de las SS. Las organizaciones de lesbianas poco tienen que decir al respecto, porque no hay documentación ni testimonio que avale su condena particular en los campos de exterminio, y porque ni siquiera es posible decir que las mujeres hayan sido discriminadas por Heydrich y sus amigos.
 
Pero sí tuvieron voz los republicanos españoles. La de Enric Marco, que ni estuvo en un campo ni, en tanto que nacionalanarquista, era republicano. Tenían representantes mejores, por supuesto, pero prefirieron hacer lo de siempre: elegir al peor.
 
 
vazquez-rial@telefonica.net
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