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¿Vuelve el proteccionismo?

La Cumbre de Seattle se ha saldado con un rotundo fracaso y se corre el riesgo de que se produzca un retroceso o, al menos, un frenazo en la dinámica de liberalización del comercio mundial. Como sucede siempre en los finales de siglo, las fuerzas de la irracionalidad se arman de fanatismo y demonizan algo o a alguien. En este caso, la víctima propiciatoria ha sido la globalización y la moderna Gomorra, la puritana ciudad de Seattle. Hacia ella se ha encaminado una cohorte de ecologistas y ONG, viejos izquierdistas sin causa y lobistas del proteccionismo, etc., y los líderes de los principales gobiernos del mundo han cedido a las presiones de la sinrazón y a los grupos de interés.

La idea inicial de extender el libre comercio a nuevos ámbitos, como la agricultura y los servicios, ha saltado en pedazos. Los adversarios de la globalización se han apuntado una victoria a costa de la economía mundial, pero sobre todo del bienestar de los países más pobres. Ellos son los perdedores de Seattle a manos de una singular alianza en la que se combinan enemigos del capitalismo, profesionales de la caridad internacional y poderosos intereses económicos amenazados por la competencia internacional. De nada han servido los espectaculares beneficios derivados de la extensión del librecambio durante las últimas décadas.

Como sucede casi siempre, un punto de partida vicioso puede poner en peligro los más nobles fines. Sin duda, la integración del proceso de liberalización de los intercambios comerciales internacionales en un marco multilateral ha sido en general positiva. Sin embargo, su fundamento es erróneo: la hipótesis según la cual la reducción de barreras a la importación en un país o países debe ir acompañada de una decisión similar por parte de los demás. Este enfoque supone concebir el comercio mundial como un juego de suma negativa en el cual las ganancias de uno se traducen en pérdidas de otro. Por tanto, todos deben ceder algo. Pues bien, este criterio de reciprocidad, inspirador de las rondas liberalizadoras realizadas desde el final de la II Guerra Mundial, no tiene consistencia teórica ni está avalado por la evidencia disponible. Es una manifestación de la incapacidad de los gobiernos o de su pereza a la hora de explicar a los ciudadanos las ventajas del librecambio. Un comercio internacional libre es sólo una manifestación de los principios básicos de una economía de mercado y de su extensión a los intercambios realizados con el exterior. Desde esta perspectiva, las ganancias obtenidas de la apertura externa unilateral, aunque otros estados mantengan sus mercados cerrados, son claras, como mostró Adam Smith hace más de doscientos años, recalcó Ricardo en sus Principios y no discute ningún economista solvente a comienzos del siglo XXI. Si un estado adopta políticas proteccionistas, esa no es una razón para seguir su ejemplo. Cuando un país liberaliza sus transacciones internacionales, quienes se benefician de esa iniciativa no son sus socios y sus competidores comerciales sino sus habitantes. En pura lógica económica, la causa librecambista es la del unilateralismo. Esta es quizá una de las escasas proposiciones que gozan de un consenso general entre los economistas y de una evidencia empírica irrefutable. Cuando los bienes, los servicios y los capitales entran en un país sin interferencias, los ciudadanos tienen la posibilidad de comprar los productos mejores y más baratos disponibles en el mundo, lo que aumenta la renta disponible de los consumidores. Al mismo tiempo, la competencia internacional eleva la productividad y los niveles de vida de la población. Por un lado, la penetración de importaciones desplaza los recursos desde los sectores donde son menos productivos hacia aquellos otros en donde lo son más. Por otro, la presión real e incluso potencial de los competidores extranjeros fuerza a los productores nacionales a reducir costes, a mejorar la calidad y a incrementar la eficiencia. En consecuencia, el libre comercio es una simple cuestión de interés nacional.

En estos momentos, la amenaza más poderosa para lograr un sistema económico internacional abierto procede del mundo desarrollado. Los países ricos ponen trabas a la libertad económica mundial en tanto los pobres luchan por ella. Al final, estos últimos han aprendido las ventajas del librecomercio tras las traumáticas experiencias de autarquía y sustitución de importaciones vividas durante décadas. Por el contrario, los antiguos campeones del comercio abierto, en especial los europeos, sienten la tentación neomercantilista ante sus crecientes problemas para competir en una economía mundial abierta. Para ello esgrimen sofisticados argumentos tras los cuales se esconden los más espurios intereses. Detrás de cada barrera al comercio hay un grupo de presión. El proteccionismo agrícola es uno de los más poderosos. Su desnuda realidad es la de una gigantesca transferencia de rentas realizada por los consumidores a un pequeño grupo de productores. Además, su peso recae principalmente sobre las rentas más bajas, que son las que gastan un mayor porcentaje de sus ingresos en comida, y sobre los países pobres a los cuales no se les permite entrar en los subvencionados mercados agrarios occidentales. Entre 1996 y 1998, las barreras y subsidios agrícolas costaron a los consumidores y proporcionaron a los productores 60,6 mil millones de dólares anuales en la UE, 52,1 en Japón y 17,9 en EEUU.

El otro gran movimiento anti-librecomercio es el representado por un complejo batiburrillo de ideólogos izquierdistas, sindicatos y ONG, verdes y otras gentes. Quieren imponer a los países en vías de desarrollo, los estándares sociales y medioambientales existentes en los desarrollados con el pretexto de salvar a los hombres y al entorno de la explotación del capitalismo salvaje. Sin embargo, la puesta en marcha de ese programa produciría efectos perversos. En muchos casos, la elección estriba entre tener aire limpio o una adecuada nutrición; en otros la introducción de esas medidas crearía desempleo u obligaría a los trabajadores a huir hacia la economía sumergida en donde los estándares son aun más bajos. La razón es evidente: los países pobres no pueden financiar esas regulaciones y su introducción les impediría salir de la miseria. El libre comercio y la liberalización interna son los mejores instrumentos para conseguir estándares más altos en esos campos. El crecimiento de la renta per cápita aumentará la demanda de mejores condiciones sociales y medioambientales y el sector productivo podrá pagarlas. Después de Seattle las perspectivas para el libre comercio son cuanto menos gris marengo. Cuando no se avanza, se corre el riesgo de retroceder y, a la vista de lo sucedido en esa ciudad norteamericana, la hipótesis no es descartable. Si fuésemos malintencionados, sacaríamos conclusiones poco halagadoras de las enfervorizadas organizaciones que protestaban contra los males de la globalización. En concreto, los intereses económicos que sobreviven tras las barreras proteccionistas a costa de los consumidores de los países ricos y de los productores de los pobres se verían seriamente amenazados en un orden económico internacional liberalizado; las ONG tendrían mucho menos campo de actuación si hubiese menos parias en el mundo y de los verdes, mejor no decir nada... Si cada órgano crea su función, cada grupo amparado por los resquicios del proteccionismo encuentra alimento en él y en sus consecuencias. Extraña solidaridad internacional.

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