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Jorge Vilches

Ganarán los otros

¿Quién se atreverá a cambiar esta malhadada Ley D’hondt por otra que facilite la estabilidad del Ejecutivo, lo más lógico en un Estado tan descentralizado como el nuestro?

Lo peculiar de la democracia española no es que gobierne la mayoría con respeto a las minorías, sino que gobiernan las minorías tolerando a la mayoría. Durante la Transición se entendió que todo lo antifranquista era, por definición, democrático. Los grupúsculos nacionalistas consiguieron así un plus de legitimidad a pesar de sostener dogmas etnolingüísticos discriminatorios que son irreconciliables con los fundamentos de cualquier democracia contemporánea. El resultado fue un modelo constitucional que permite el camino gradual y directo hacia la independencia de las autonomías, junto a una ley electoral que engorda artificialmente la presencia institucional de los partidos nacionalistas.

En consecuencia, tras unos debates televisivos que únicamente han aferrado los votos que cada uno ya tenía, nos enfrentamos a una cita electoral que tendrá un seguro vencedor: los grupúsculos independentistas. Las encuestas dan una diferencia mínima entre los dos grandes partidos, con unos resultados que difícilmente apuntan a una mayoría absoluta. Es más, la percepción social no es que vaya a ganar uno determinado, el PP o el PSOE, sino que el número de escaños será muy similar.

A esto es preciso sumar la estrategia nefasta que ha adoptado el PSOE de segregar al PP de la vida política. El resultado es que Zapatero ha declarado, sin embozo ni rubor, que en el caso de ganar el 9-M no contará con los populares para definir la agenda política. Así, la gran coalición de los dos partidos nacionales, o la garantía de su acuerdo en las grandes líneas de Estado parecen imposibles. Del mismo modo, se antoja harto complicado que exista una tercera opción fuerte de centro con sentido de Estado que apuntale al Gobierno.

En consecuencia, lo más probable es que al 9-M le siga la formación de un Gobierno en minoría que requerirá el apoyo parlamentario, imprescindible y cainita, de al menos un partido nacionalista. Veremos, así, a un Ejecutivo nacional patrocinando políticas que romperán los principios de solidaridad e igualdad, y que alimentará la prepotencia independentista. No faltará tampoco la alegría de esa "gente de la cultura", tan preocupada porque pierda el PP como indiferente a que se borre la cultura española de las taifas nacionalistas.

Oiremos entonces interminables lamentos sobre lo antiguos que se han quedado los estatutos de autonomía, de la necesidad perentoria, vital, de que se dote a los gobiernos autonómicos de más competencias y financiación, de que se establezca el "derecho a decidir", y de lo bonito que es Kosovo. Pero nadie dirá que esta ley electoral sí que está vieja, que sus resultados contaminan los principios básicos de la democracia, esos fundamentos que aseguran que cualquiera que sea el resultado no se violentará la igualdad de todos los ciudadanos. Nadie dirá que esa ley hace imprevisible la estructura territorial del Estado, e interinos sus principios, tan volátiles como los programas electorales. ¿Quién se atreverá a cambiar esta malhadada Ley D’hondt por otra que facilite la estabilidad del Ejecutivo, lo más lógico en un Estado tan descentralizado como el nuestro? Mientras tanto, ganarán los otros.

En España

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