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Jorge Vilches

Otro sistema de partidos

Los socialistas, así, han degenerado en un conglomerado de federaciones que pactan cada una por su cuenta para conseguir el poder. De esta manera, al PSOE no se le puede pedir lo que ya no es: un partido nacional

Las elecciones en Galicia confirman que el sistema de partidos evoluciona en el mismo sentido que el Estado de las Autonomías. Los países centralizados, con autonomías débiles, o que conservan instituciones representativas poderosas, mantienen vigorosos partidos nacionales que vertebran el país, y que son instrumentos de cohesión nacional. Tienen otro sistema de partidos los países ampliamente descentralizados, con un Estado central débil, como el español, vaciado de contenido por la Unión Europea y los entes territoriales, en el que la existencia de una nación única es cuestionada, y el sistema electoral prima a los partidos regionales.
 
El ejemplo de Izquierda Unida es elocuente. Su descenso, y casi desaparición a nivel estatal, no se debe únicamente a la distancia entre su discurso pintoresco y la moderación de la sociedad. Ni sólo a un sumatorio electoral que le perjudica. Donde pinta algo IU es allí donde no es IU; es decir, salvo en Madrid, estos izquierdistas han unido a su mensaje las reivindicaciones nacionalistas, y para conseguir el poder no dudan a la hora de aliarse con cualquier grupo político, incluso conservador, con excepción del PP. Es el caso del País Vasco y Cataluña. A nivel nacional, IU actua por interés electoral, y a duras penas, como una coalición o una confederación. Pero nada más. Sus partes mantienen casi absoluta autonomía con respecto a la Dirección federal.
 
La descentralización casi máxima a la que se ha llegado ha permitido, como es evidente, el surgimiento y engorde de opciones regionales o nacionalistas. Para los partidos de ámbito nacional, la llave del poder se encuentra, por tanto, en estos terceros partidos. Esta cercanía al gobierno alimenta, a su vez, a esos grupos locales. Su discurso político queda legitimado, sublimado e incuestionable, y consiguen que la opinión pública les tenga por partidos útiles.
 
El PSOE ha comprendido enseguida esto, y ha cambiado sus principios e historia por un objetivo: el poder. El partido socialdemócrata y español de la época de González se ha convertido en un partido moldeable a cualquier exigencia y, por tanto, complaciente. Por esta razón, los regionalistas o nacionalistas tienen al partido socialista como la primera opción para negociar un gobierno de coalición. Los socialistas, así, han degenerado en un conglomerado de federaciones que pactan cada una por su cuenta para conseguir el poder. De esta manera, al PSOE no se le puede pedir lo que ya no es: un partido nacional. Pero esta estrategia y organización, en este Estado descentralizado, le permitirá aferrarse al poder en el gobierno central y en los autonómicos.
 
El Partido Popular se encuentra, cómo no, con un grave problema. Actua, funciona y se dirige como un partido nacional, como si aún España tuviera un Estado central fuerte. Y defiende, por ende, los elementos de vertebración nacional: la Constitución y el consenso territorial en torno al principio de solidaridad. La consecuencia es que el PP está solo, con sus diez millones de votantes, pero solo, estrellándose contra un muro por el que los demás han perdido el interés. La mejor prueba de esto, y bien triste es, es que el PP únicamente puede gobernar en las Comunidades Autónomas si consigue mayoría absoluta.
 
Es una crisis del sistema de partidos, lenta pero visible. Muchas democracias han pasado por una o varias crisis de este tipo. No es fácil salir de ellas, pero sí posible. Es necesaria cierta dosis de sensatez, de sentido de Estado y un amplio deseo de conservación del espacio común democrático.

En España

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