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LA VERDAD SIN MÁSCARAS

El caso Oscar Wilde

Oscar Wilde se ha ido convirtiendo, con el paso de los años y las modas, en un héroe y un mártir. Mártir y héroe de la libertad que se atrevió a levantarse contra los convencionalismos de su época y afirmó su homosexualidad para proclamar su verdad auténtica.

Oscar Wilde se ha ido convirtiendo, con el paso de los años y las modas, en un héroe y un mártir. Mártir y héroe de la libertad que se atrevió a levantarse contra los convencionalismos de su época y afirmó su homosexualidad para proclamar su verdad auténtica.
La cosa sorprendería al propio Wilde, como demuestra la biografía de Joseph Pearce que acaba de publicar la nueva editorial madrileña Ciudadela Libros. Es verdad que Wilde fue un rebelde, como lo fueron unos cuantos –muy pocos– victorianos tardíos, entre los que está Audrey Beardsley, el ilustrador de la Salomé, al que Wilde arruinó la vida. Pero la rebeldía, para Wilde, no consistía en reivindicar una identidad nueva, al modo de los radicales gays de nuestros días, ni en apostar por la desaparición de la moral cristiana, a lo Nietzsche o a lo Bloomsbury, estos últimos más de andar por casa.
 
Wilde se había propuesto algo a la vez más personal y entretenido, tal vez incluso más difícil: elevar a categoría estética, como sin pretensiones, una sátira amable de los tópicos y convencionalismos en los que se asentaba la respetabilidad de la Inglaterra victoriana, salvando a un tiempo los fundamentos morales de una sociedad ultrasofisticada de la que él, en su "infinita urbanidad" –así lo describió Henry James–, era como la obra maestra.
 
En este aspecto, algunas partes de su obra literaria siguen siendo extraordinarias. El teatro, sobre todo, en el que perdura el rastro del conversador genial, temerario, además de curioso y buena persona. En sus maravillosos cuentos pasa algo parecido. Tanto o más que la invención literaria importa la actitud de un padre convencido de que puede hacer creer a sus hijos pequeños, los dos que tuvo con Constance Mary Lloyd, que existe un mundo donde la belleza es lo mismo que el bien y la verdad. En el fondo, es el mismo mensaje de sus comedias, de las que el espectador sale reconfortado porque después de haber rozado el desastre moral los buenos acaban triunfando siempre y los malos son justamente castigados.
 
Luego están las obras en las que Wilde se esfuerza no por reforzar los principios morales haciendo como que se burla de ellos, sino por expresarlos y darles vida. En este apartado están El retrato de Dorian Gray y el De profundis, así como La balada de la cárcel de Reading, escritas estas dos con ocasión del encarcelamiento del autor por conducta escandalosa. En ellas se expresa lo contrario de lo que Wilde fingía presumir en público. En El retrato de Dorian Gray, su profunda veta moralista. En las otras dos, la búsqueda –y el fracaso– de una experiencia regida por la moral tradicional, en última instancia católica.
 
En este sentido, el puñado de rebeldes estetas al que perteneció Wilde fue considerablemente más conservador que sus mayores, los victorianos propiamente dichos. Muchos de estos, como George Eliot, los Ruskin, los Carlyle o los Mill, concluyeron que no podían fundar la moral en la religión e hicieron de la moral la religión misma. En cambio, Wilde y sus amigos no supieron vivir sin la religión. El biógrafo Joseph Pearce insiste en este punto, con razón.
 
Esta circunstancia añade teatralidad a la vida de Wilde y sus amigos, pero les resta algo de interés. Resultan bastante previsibles. O salen santos o acaban condenados, y para ellos no hay más que hoguera, martirio y tremendismo. Al final, todo culmina en el infierno o en el seminario. La vida de Wilde habría sido infinitamente más sugestiva si de verdad hubiera intentando resistirse a la regresión primitiva hacia la promiscuidad sexual, más o menos disfrazada de esteticismo, en la que se embarcó con tanta facilidad.
 
En la imagen, el sepulcro de Oscar Wilde.Para quienes se empeñan en hacer de Wilde un héroe gay, cabe recordar que poco tiene que ver ese retorno a la degradación bestial con la condición homosexual, que comporta, en más de un sentido, las mismas exigencias morales que la heterosexualidad. Wilde, además, en vez de intentar salvar su matrimonio y ganarse el respeto de sus hijos, pretendió alcanzar la salvación después de tratar a su mujer como a un animal y destruir meticulosa y sistemáticamente, siguiendo la línea más fácil y sin estar dispuesto a pagar el precio, su propia familia.
 
Si algo destaca de Wilde, en este momento tan triste de su vida, es su inconsistencia. Cuando denunció por calumnias al padre del imbécil de su amante, creyó que le salvaría la hipocresía victoriana. Las convenciones de las que se había burlado tan finamente le iban a evitar ahora que se descubriera la verdad. Se equivocó. La moral victoriana no era simple hipocresía, y una vez desafiadas las convenciones Wilde quedó a la intemperie, convertido en un espectáculo patético, carne de la prensa sensacionalista e incapaz de volver a escribir. El órdago que lanzó era tal que, de haber ganado el pleito, habría demostrado que la sociedad inglesa era pura corrupción, lo contrario de lo que había expresado con una emoción tan contagiosa en sus obras más hermosas. Hasta ahí había llegado la descomposición.
 
La biografía de Joseph Pearce deja bien claro que a Wilde siempre le interesó el catolicismo. En bastantes momentos se obsesionó con reconciliarse con la Iglesia Católica, y llegó a convertirse en su lecho de muerte. El Señor, en su misericordia infinita, lo habrá perdonado, pero el propio Wilde debía de saber que cuando se convirtió ya nada se le exigía. Hasta ahí, el abrumador sentido de culpabilidad que llegó a sentir no le impidió seguir hurgando en la ruina en que se había convertido, ruina de la que Pearce nos ahorra los detalles más sórdidos, aunque no el recuento de las consecuencias. Ni siquiera le retuvo su auténtica vocación, que fue el amor a su obra, su responsabilidad de artista, la ambición de hacer del Arte un culto tan noble como la religión.
 
La editorial Ciudadela Libros se estrena con este excelente trabajo breve y enjundioso, ameno, bien escrito y sin prejuicios. Joseph Pearce utiliza hábilmente la obra del autor, sin forzarla, como material para describir el personaje. Invita a leer o releer a Wilde, y dibuja un retrato desmitificador pero respetuoso y matizado del artista, personaje tan refinado como hombre flojo y desgraciado.
 
Dos recomendaciones finales para completar esta biografía: el estudio de Gertrude Himmelfarb sobre Matrimonio y moral en la época victoriana (Debate, 1991), que discute con rigor los tópicos y las tonterías que conforman el trasfondo del mito de Wilde, y La musa trágica, una novela en la que Henry James satirizó con ironía y humanidad, tal vez incluso con una punta de envidia en algún momento, a un Oscar Wilde deslumbrante bajo los rasgos de Gabriel Nash, escritor que no escribe.
 
 
Joseph Pearce: Oscar Wilde. La verdad sin máscaras. Ciudadela, 2006; 396 páginas.
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