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"ME GUSTARÍA POR FIN EXPLICARME. GRITAR LA VERDAD"

¡Sacadme de aquí!

Les escribo a ustedes desde el fondo de mi prisión, en Sheikhupura, en Pakistán, donde vivo mis últimos días. Puede que mis últimas horas. Es lo que me ha dicho el tribunal que me ha condenado a muerte.


	Les escribo a ustedes desde el fondo de mi prisión, en Sheikhupura, en Pakistán, donde vivo mis últimos días. Puede que mis últimas horas. Es lo que me ha dicho el tribunal que me ha condenado a muerte.

Tengo miedo.

Tengo miedo por mi vida, por la de mis niños y por la de mi marido, que sufren: a través de mí, es toda mi familia la que ha sido condenada.

Mi fe es fuerte, sin embargo, y pido a Dios misericordioso que nos proteja. ¡Me gustaría tanto volver a ver la sonrisa en sus labios! Pero sé que no viviré seguramente tanto como para ver llegar ese día. Los extremistas no nos dejarán nunca en paz.

No he matado jamás, jamás he robado... pero para la justicia de mi país lo que he hecho es mucho peor: soy una blasfema. El crimen de los crímenes, el ultraje supremo. Se me acusa de haber hablado mal del Profeta. Es una acusación que permite desembarazarse de quien uno quiera, cualquiera que sea su religión o su opinión.

Me llamo Aasiya Noreen Bibi. Soy una "hija de nada", como se dice por aquí. Una simple paisana de Ittan Wali, minúscula aldea de Pendjab [Punyab], en el centro de Pakistán. Y sin embargo, hoy, todo el mundo me conoce. Todo el mundo sabe quién es Asia Bibi.

¡Y eso que yo jamás he blasfemado! ¡Soy inocente! Sufro sin haber cometido el menor acto criminal.

Quiero decir al mundo entero que yo respeto al Profeta. Soy cristiana, creo en mi Dios, pero cada uno debe ser libre para creer en quien desee.

Desde hace dos años, estoy encerrada, privada de la palabra. Me gustaría por fin explicarme. Gritar la verdad.

Salman Taseer, el gobernador de Pendjab, y Shahbaz Bhatti, el ministro de las Minorías, han sido asesinados por apoyarme. Unos fundamentalistas los han matado. Es terrible. Ni cuando se mata a animales se es tan cruel. Pienso en sus familias, lloro pensando en ellos.

Como Salman Taseer ha dicho: "En el Pakistán de nuestros padres fundadores esta ley no existía".

Gracias a Ashiq, mi amado marido, gracias a los abogados de la Fundación Masihi que se ocupan de mí a riesgo de sus vidas, gracias a tantas personas que deben, por su propia seguridad, seguir siendo desconocidos, puedo escribirles hoy, desde la celda en la que me han enterrado viva. Para pedirles que me ayuden, que no me dejen desfallecer.

Les necesito.

***

En un agujero negro

En prisión, los días y las noches se hacen uno. Me adormezco de vez en cuando, sin tener jamás la impresión de dormir. Los ruidos de la prisión me desgarran al inicio del sueño. Un golpe de puerta: es el relevo de la guardia. El ruido de un manojo de llaves, el paso de los guardianes mezclado con el chirrido de las ruedecillas de un carro de sopa: es la hora del almuerzo. Un cubo metálico que golpea las losetas del pasillo: es la faena de la tarde –¿o es la de la mañana?–. Mi muerte es lenta, de momento indolora, pero tan lenta...

No soy verdaderamente capaz de decir lo que siento. Miedo, desde luego... Está ahí, pero no como al principio. Los primeros días era capaz de reventar el tambor de mi pecho. Ahora se ha vuelto más tranquilo. Ya no me sobresalta. Las lágrimas tampoco me han abandonado. Corren a intervalos regulares. Pero los sollozos, esos sí se han terminado. Las lágrimas son mis compañeras de celda. Me dicen que no he claudicado totalmente, me hablan de la injusticia que se ha abatido sobre mí, me dicen que soy inocente.

El tribunal de Nankana no sólo me ha arrojado aquí, al fondo de esta celda húmeda y fría, tan pequeña que puedo tocar sus muros con los dos brazos extendidos. De entrada, me ha quitado también el derecho a ver a mis cinco niños. Ni hablar de estrecharlos contra mi corazón y contarles las historias de ogros y de príncipes del Pendjab que me contaba mi madre a su edad.

Esta tarde, como cada tarde, lamento más su ausencia que la propia prisión. No poder tocarles, no poder sentirles. Daría todo lo que poseo por un instante con ellos, en casa, los seis tirados sobre la cama familiar. Me río soñando en las interminables sesiones de despioje del pasado invierno, cuando Isham, la más pequeña, se escondía en la cesta de la ropa para escapar al peine fino. Ashiq, mi marido, le juraba a los niños que un piojo alimentado con el cuero cabelludo de una niñita podía un día alcanzar el tamaño de una rata si no se le hacía frente ya.

–¿Una rata? ¿Una rata en el pelo? –gritaba Isham corriendo a refugiarse bajo mi túnica.

¡Dios mío, cómo añoro esos momentos!

Sí, Dios, justamente: el mío, aquel por el que me hallo aquí hoy. ¿Cuánto tiempo deberá durar aún mi agonía? Yo era una buena cristiana antes de todo esto, y si echo tanto de menos a mis niños es que debía de ser, también, una buena madre. Entonces, ¿por qué se me castiga hoy? Mi marido me halló tan virgen como María el día de nuestra boda. Más tarde, su madre le felicitaba cada Navidad por haberme elegido como esposa. Buena esposa, buena madre, buena cristiana, pero hoy, buena sobre todo para la cuerda...

No conozco gran cosa del mundo fuera de mi aldea. No soy instruida, pero sé lo que está bien y lo que está mal. No soy musulmana, pero soy buena pakistaní, católica y patriota, devota de mi país como de Dios. Tenemos amigos musulmanes. Ellos nunca han hecho diferencias. Incluso si la vida no ha sido siempre fácil para nosotros, teníamos nuestro sitio. Un lugar que siempre nos ha parecido suficiente. Cuando se es cristiano en Pakistán hace falta, por supuesto, bajar un poco los ojos. Algunos nos consideran como ciudadanos de segunda clase. No tenemos más que empleos ingratos, las peores tareas nos están reservadas. Pero mi destino a mí no me disgustaba. Antes de toda esta historia, yo era feliz con los míos, allá en Ittan Wali.

Desde que desean verme colgando de una cuerda, mucha gente ha venido a verme, gente importante, extranjeros también. Eso sí, al principio, pues ahora me han aislado completamente. Ya no puedo ver a nadie más allá de mi marido y mi abogado.

No he sabido jamás quiénes eran esas personas, pero me han ayudado. Parece que fuera de mi país es difícil de creer, pero aquí los golfos, los asesinos, los violadores son mejor tratados que los acusados de haber insultado al Corán o al profeta Mahoma. Yo lo sé desde siempre. Para un cristiano, expresar la menor duda sobre el islam representa directamente el patíbulo. Pero siempre después de una larga temporada en prisión.

No veo otra cosa que los barrotes, los suelos húmedos y los muros ennegrecidos por la roña. El olor a grasa, sudor y orina lo invade todo. Un cóctel insoportable, hasta para una chiquilla de campo. Pensé que pasaría, pero no. Es el olor de la muerte, de la desesperación...

No sé cuánto tiempo me resta de vida. Cada vez que la puerta de mi celda se abre, el corazón me late más fuerte. Estoy en las manos de Dios y no sé lo que va a ser de mí. Es brutal y cruel.

Una chica de campo, de los campos de la caña de azúcar. Eso es lo que soy. La primera vez que me tocó, mi marido me dijo que mi piel tenía el gusto de la caña de azúcar. Estallaba de risa. Mi madre ya me había prevenido. Todos los muchachos del pueblo dicen eso la primera vez, sin que nadie sepa de dónde proviene una idea tan descabellada. Con las chicas nos reímos. Nos imaginábamos a los chicos, en clase, mientras les explicaban cómo funciona una chica. Una de nosotras fingía ser el profesor:

–¡Y sobre todo, no olvidéis decirles que tienen el sabor de la caña de azúcar!

Teníamos quince años apenas, pero ya estaba ahí "la diferencia". Mis amigas musulmanas me excluían naturalmente de muchos momentos. Como en el mes del ramadán, cuando me escondía para beber durante la jornada en que ellas debían ayunar desde el amanecer hasta el ocaso. Este tiempo no me parecía tan lejano antes de entrar en prisión. Yo era una de ellas, a pesar de todo. Diferente, pero de ellas.

Hoy soy como todos los blasfemos de Pakistán. Culpables o no, sus vidas zozobran. En el mejor de los casos, destrozada por años de prisión. Pero con mayor frecuencia, autores como son del ultraje más grande imaginable, ora cristianos, ora hindúes, ora musulmanes, asesinados en sus celdas por un compañero de celda o por un guardia. Y cuando son declarados inocentes, lo que ocurre rara vez, sistemáticamente abatidos a la salida de la prisión.

En mi país, la marca de la blasfemia es indeleble. Ser sospechoso es en sí un crimen para los fanáticos religiosos, que juzgan, condenan y matan en nombre de Dios. Alá no es, sin embargo, más que amor. No comprendo por qué los hombres utilizan la religión para hacer el mal. Me gustaría creer que primero de todo somos hombres y mujeres, y después representamos una religión.

Sufro en este momento por no saber ni leer ni escribir. Sólo hoy me doy cuenta de hasta qué punto es un obstáculo. Si supiera leer, tal vez no estaría encerrada aquí hoy. Habría tenido sin duda alguna mayor control sobre los acontecimientos. En lugar de ello, los he sufrido, y los sufro todavía. Según los periodistas, diez millones de pakistaníes están dispuestos a matarme con sus propias manos. Un mulá de Peshawar ha prometido una fortuna, 500.000 rupias, al que se cobre mi piel. Aquí representa el precio de una buena casa, con tres estancias por lo menos y todas las comodidades. No comprendo el ensañamiento. Yo siempre he respetado el islam, mis padres y mis abuelos me han educado en el respeto a esa religión. Incluso estaba contenta de que mis niños aprendieran a leer el libro sagrado de los musulmanes en la pequeña escuela pública de la aldea.

Soy víctima de una cruel injusticia colectiva. Encerrada, atada, encadenada desde hace dos años, separada del mundo a la espera de la muerte. Yo, Asia, soy inocente, pero culpable de ser presunta culpable. Comienzo a preguntarme si, más que una tara o un defecto, ser cristiano en Pakistán no se ha convertido, directamente, en un crimen.

En mi pequeñísima celda sin ventana, quiero sin embargo hacer oír mi voz y mi indignación. Quiero que el mundo entero sepa que voy a ser colgada del cuello por haber ayudado a mi prójimo. Soy culpable de haber mostrado solidaridad. ¿Mi único error? Haber bebido del agua de un pozo perteneciente a mujeres musulmanas, y en su vaso, a 40º C bajo el sol.

Yo, Asia Bibi, soy condenada a muerte porque tuve sed. Estoy prisionera por haber utilizado el mismo vaso que esas mujeres musulmanas. Un agua servida por una cristiana juzgada impura por sus estúpidas compañeras del campo.

¡Dios mío, no comprendo nada! ¿Por qué me pones tanto a prueba?

Desde mi sórdida prisión, quiero que resuene mi pequeña voz para denunciar esta injusticia y esta barbarie. Quiero que todos los que me quieren ver muerta sepan que he trabajado años y años en casa de una pareja de ricos funcionarios musulmanes. Quiero decir a los que me condenan que a los miembros de esa familia, que son buenos musulmanes, no les irritaba el hecho de que una cristiana preparara su comida y lavara su vajilla. ¡He pasado seis años de mi vida en su casa, son para mí una segunda familia, y ellos me quieren como a una hija!

Estoy indignada por esta ley de la blasfemia, responsable de la muerte de demasiados ahmadíes, cristianos, musulmanes e incluso hindúes. Una ley que desde hace ya demasiado tiempo manda a demasiados inocentes a prisión.

¿Por qué los políticos hacen la vista gorda? Sólo el gobernador del Pendjab, Salman Tasser, y el ministro cristiano de las Minorías, Shahbaz Bhatti, han tenido el coraje de apoyarme públicamente y de oponerse a esa ley de otra época. Una ley que es en sí una blasfemia, puesto que se halla en el origen de la opresión y de la muerte en nombre de Dios.

Estos dos hombres valientes han sido asesinados en plena calle por haber denunciado esta injusticia. El uno era musulmán, el otro cristiano. Los dos sabían que se jugaban la vida, ya que estaban amenazados por fanáticos religiosos. Y a pesar de todo, esos hombres valientes y humanistas no han renunciado a su combate por la libertad religiosa, para que los cristianos, los musulmanes y los hindúes vivan felices, mano con mano, en tierras del islam. Estos hombres han pagado por ello el precio más caro. Un musulmán y un cristiano que vierten su sangre por la misma causa: es, después de todo, un mensaje de esperanza.

Pero el Gobierno, aterrorizado, obedece al diktat de los fundamentalistas, y esta ley contra la blasfemia no será jamás modificada, por lo que me ha dicho Ashiq. Esta maldita ley va por lo tanto a continuar cobrándose la vida de tantas y tantas personas.

Tengo que volver ante la justicia para presentar el recurso contra mi condena a muerte. Pero ya no confío en esta justicia que la emprende con personas pobres e indefensas como yo. Si, por un milagro, no me matan en mi celda antes de ser juzgada, seré asesinada de todas maneras.

Yo, una pobre chica de campo, me he convertido, muy a mi pesar, en un "asunto de Estado".

Yo, Asia Bibi, soy en adelante el emblema de la ley contra la blasfemia y no hay nada que pueda hacer.

Tengo la impresión de haber caído en un agujero negro sin fondo del que no me puedo liberar. Espero, pues, mi hora con pavor. Si soy declarada inocente, no doy un duro por mi vida en Pakistán. Hará falta que otro país me adopte, pues el mío no me quiere. Estoy condenada a huir de mi suelo natal tan amado, pero la rabia que he acumulado en prisión estos dos últimos años me da la fuerza de querer continuar viviendo en el extranjero con mi familia, amenazada de muerte también.

Nadie me escucha aquí, así que espero que mi débil voz sea escuchada más allá de Pakistán. Mi vida no vale nada, y los religiosos fundamentalistas no estarán satisfechos hasta que se hayan cobrado su cruel tarifa. Quiero también que mi testimonio sea útil a todos aquellos que están, como yo, injustamente condenados en nombre de esta ley.

Imploro a la Virgen María para que me ayude a soportar un minuto más sin mis niños, que se preguntan por qué mamá ha abandonado el hogar de manera tan abrupta.

Dios me da cada día la fuerza de soportar esta terrible injusticia, pero ¿por cuánto tiempo todavía? ¿Unos meses? ¿Unos años, si me es dado el seguir viviendo? Le pido al Señor todos los días sobrevivir a esta miserable existencia, pero siento que me fallan las fuerzas, no tengo ya la misma fortaleza que antes, e ignoro cuánto tiempo puedo aún resistir a tanta vejación y a tan atroces condiciones de vida.

 

NOTA: Este texto está tomado del libro-testimonio ¡SACADME DE AQUÍ!, de ASIA BIBI (y Anne-Isabelle Tollet), que acaba de publicar Libros Libres.

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