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Manuel Pastor

El camelo de Camelot

La literatura hagiográfica ha predominado abrumadoramente, anegando los estudios kennedianos con empalagoso dulzor.

La literatura hagiográfica ha predominado abrumadoramente, anegando los estudios kennedianos con empalagoso dulzor.

Desde la guerra hispano-norteamericana de 1898, cuando los Estados Unidos definitivamente desplazaron a España como potencia del Hemisferio Occidental, es decir, desde que se inicia el irresistible ascenso del Imperio Americano, aquella nación ha tenido once presidentes republicanos y ocho demócratas. De los primeros, siete visitaron España como presidentes (Theodore Roosevelt, Eisenhower, Nixon, Ford, Reagan, Bush Sr. y Bush Jr.), mientras que solo dos demócratas hicieron lo propio (Carter y Clinton). Todos los mencionados vinieron durante sus respectivas presidencias en visita oficial, con la excepción de TR, que ya había terminado su mandato y lo hizo en visita privada, en julio de 1914, para asistir en Madrid a la boda de su hijo Kermit con la hija del embajador estadounidense Willard. No obstante, fue recibido con todos los honores por el presidente del Gobierno, Eduardo Dato, y tuvo un cordial almuerzo en La Granja con los reyes, Alfonso XIII y su esposa Victoria Eugenia, un gesto de cierta reconciliación entre las máximas autoridades españolas y uno de los responsables principales de la intervención norteamericana en la Guerra del 98.

Trato de inferir que, históricamente, los republicanos siempre han mostrado una mayor amistad hacia España que los demócratas. Recuerdo a mi primer profesor de Política en el Colegio Juan de Ávila de Salamanca, un cura que llegó a obispo, D. Estanislao Calvo Ariño, que durante la campaña de 1960 nos explicó que, aunque Kennedy era católico, Nixon era más amigo de España. Efectivamente, el presidente Kennedy nunca visitó España, aunque su padre, siendo embajador en Londres, había coordinado el Spanish Lobby a favor de Franco durante la Guerra Civil. JFK, sin embargo, pretendía ofrecer una cara nueva, distinta, más progresista que la de su progenitor profranquista y apaciguador frente a Hitler. Kennedy Sr. maquiavélicamente le había aconsejado a su hijo: "No importa lo que eres, sino lo que la gente cree que eres". JFK quiso refundar Camelot, y su viuda Jacqueline fue la primera en iniciar la leyenda, una semana después de Dallas, cuando en una entrevista para Life declaró:

Habrá grandes presidentes de nuevo, pero nunca habrá otro Camelot.

Pero Camelot nunca existió. Churchill dijo: "Si el rey Arturo no existió, merecía haber existido", y la autora Norma Lorre Goodrich escribió un bello libro (King Arthur, New York, 1986) donde desplegó un enorme esfuerzo para investigar tal posibilidad (como en la Edad Media hicieran Henry II y su esposa Leonor de Aquitania). Sin embargo, los resultados historiográficamente son muy débiles, así que lo único que persiste es el mito, la leyenda de Camelot, un rey Arturo idealizado, justo y perfecto. Es el mito y la leyenda que se ha construido en torno al presidente Kennedy, especialmente después de su asesinato, el 22 de noviembre de 1963, con un imaginary landslide. El historiador Alan Brinkley, que objetivamente considera la presidencia de JFK poco relevante, relata que, aunque la ganó con solo el 49,7 por ciento del sufragio, poco después de su muerte un 65 por ciento del público declararía haberle votado (John F. Kennedy, New York, 2012), y recientes encuestas lo sitúan sorprendentemente como uno de los grandes presidentes de toda la historia.

La literatura hagiográfica ha predominado abrumadoramente, anegando los estudios kennedianos con empalagoso dulzor, desde Ben Bradlee (1964) hasta Chris Mattew (2011), y alcanzando cotas ridículas en el caso del cura progre Andrew Greeley, que propuso seriamente la canonización de JFK. En 2013, coincidiendo con el 50 aniversario del magnicidio, aparte de decenas de libros sobre el asesinato, se han publicado algunas obras bien documentadas sobre la personalidad de la víctima (T. Clarke, L. Sabato, J. Swanson, I. Stoll) pero que, en última instancia, no han podido evitar de alguna manera la apología.

En España hemos tenido una corte propia de papanatas kennedianos casi irracionales (todos los Garrigues, Pedro J. Ramírez y múltiples periodistas, etc.), que se ha reactivado en publicaciones recientes con motivo del mencionado aniversario (por ejemplo, el libro de Ángel Montero JFK: cincuenta años de mentiras, o el número especial del magazine de El Mundo "JFK: cincuenta años de secretos"). Con la excepción de Libertad Digital (especialmente las columnas de Carlos Alberto Montaner, Mario Noya y Martin Alonso), casi todos los periodicos, revistas, programas de radio y televisión han caído en la misma trampa apologética. Y es que opera también en nuestro país una especie de kennedymanía que se ha visto prolongada con la reciente obamamanía, es decir, una suerte de síndrome progre K-O (Kennedy-Obama), y sus afectados, los kennedyobamitas (en el que caben todos los mencionados y muchos más: Darío Valcárcel, Javier Solana, Zapatero, Rajoy, Ruiz Gallardón, García-Margallo y un larguísimo etcétera de militantes y simpatizantes del PP y del PSOE). Si Kennedy seguramente fue el presidente más inmoral, Obama ha conseguido ser el más radical (izquierdista), en ambos casos dudosos títulos para la cultura política norteamericana. Con diferentes estilos, ambos resultaron elitistas y en gran medida incompetentes, por lo que no deja de ser preocupante su todavía enorme popularidad en Estados Unidos y en España (una ramificación o muestra muy reciente: la mamarrachada de Johanesburgo, con el siniestro saludo entre Obama y Raúl Castro, ante convidados de piedra, como los tontos útiles españoles).

Si JFK no hubiera sido asesinado (por cierto, pregúntenle a Raúl Castro, que algo sabe del asunto), como mínimo merecía haber sido destituido por impeachment. Estoy convencido de que es el personaje más degenerado que ha ocupado la Casa Blanca (para despejar cualquier duda, véanse los libros sobre sus últimas amantes, hasta el día de su muerte, Mary Pinchot Meyer y Mimi Alford, ambos publicados en 2012, en el primer caso con grave riesgo para la propia seguridad nacional). Su legado, especialmente en los asuntos de Cuba e Indochina (Vietnam y Laos), es un tsunami de muerte y destrución, con miles de vidas humanas como precio de una política exterior arrogante, criminal e incompetente. Hans Morgenthau lo caracterizó así: "Sufre un gap entre la retórica y la substancia de su política". Son palabras que se aplican perfectamente a Obama y a cada uno de los kennedyobamitas del mundo, incluidos los españoles.

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