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Pedro Fernández Barbadillo

Cuando el PSOE difamaba a Adolfo Suárez

Los socialistas identificaron a Suárez como el gran obstáculo que les impedía el acceso al poder. Su ataque fue brutal.

Cuando falleció Margaret Thatcher, junto a los numerosos elogios también hubo críticas y opiniones contrarias a su mandato de primera ministra y a su legado. Lógico en una persona pública y que cambió su país de arriba abajo. En cambio, en la muerte de Adolfo Suárez no encontraremos apenas comentarios críticos.

Tal unanimidad en el elogio muestra una de las diferencias entre la sociedad española y las sociedades libres del resto de Occidente. Aquí no se habla mal de los muertos ilustres, al menos durante unos días, y todos nos ponemos de acuerdo en olvidar lo malo que hayamos dicho de ellos y en encontrar algo bueno, incluso en inventarlo, para agitarlo como un pañuelo de despedida.

Hay que decir la verdad, porque no se puede seguir construyendo nuestra vida colectiva sobre mentiras: cuando en enero de 1981 Adolfo Suárez dimitió –dimisión nunca aclarada–, estaba abandonado. Había ganado las elecciones en marzo de 1979 con 6,3 millones de votos; menos de dos años después, se había quedado solo en La Moncloa.

A Suárez le odiaba el PSOE, porque le impedía acceder al poder; le aborrecía la derecha, porque hacía política de izquierdas con sus votos; le detestaban los militares, porque se sentían engañados después de que les hubiese prometido en 1976 que no legalizaría al PCE; le desdeñaban los nacionalistas, porque era el presidente del Gobierno de España y no les daba las suficientes competencias; le molestaba al Rey, que le había nombrado en julio de 1976, que en esos meses despotricaba de él; le maldecían los empresarios, porque había inflado (otros dirían creado) la UGT y no frenaba la crisis económica; le menospreciaban los dirigentes de AP y UCD, porque era un "chusquero de la política" que ganaba elecciones mientras ellos las perdían; le rechazaba la Iglesia, porque (como dijo el cardenal Tarancón) la cúpula era de izquierdas y, como la Corona, prefería por estrategia un Gobierno socialista.

Hasta Josep Tarradellas, a quien Suárez había traído del exilio y reconocido como presidente de la Generalitat, decía que España necesitaba "un golpe de timón" y "un golpe de bisturí", lo que suponía acusar de fracaso al político gobernante.

Y los ciudadanos estaban hartos y preocupados debido al terrorismo, la inflación, el paro (más de dos millones), la delincuencia, las huelgas…

Quien lo dude puede consultar en cualquier hemeroteca las columnas y los editoriales de la abundante prensa de entonces, y no sólo El Alcázar, sino El País, ABC, Ya, El Imparcial, Diario 16, La Vanguardia

La popularidad de Suárez se puede medir en el resultado que obtuvo en las elecciones de octubre de 1982, a las que se presentó con un partido nuevo, el CDS: 600.000 votos y dos diputados. La UCD, a la que había abandonado, sacó 1,4 millones y 11 diputados.

La boquita de Alfonso Guerra

De los grandes rivales políticos de Suárez, ya han fallecido Manuel Fraga y Santiago Carrillo, y sobreviven Felipe González y Alfonso Guerra. Precisamente éstos lanzaron contra el presidente del Gobierno una campaña de desprestigio y desestabilización que fue uno de los factores que concluyeron en su dimisión.

Los socialistas identificaron a Suárez como el gran obstáculo que les impedía el acceso al poder, ya que consideraban a UCD una mera confederación de grupos y familias que se desbandaría sin él, como así ocurrió.

El ataque contra Suárez y la UCD fue brutal. Los socialistas desplegaron medidas parlamentarias, una campaña de infamias y conspiraciones de salón para conducir a una destitución de Suárez y un Gobierno de concentración.

González y Guerra calificaron a Suárez con todos los epítetos imaginables, incluso los de antidemócrata y golpista. En septiembre de 1979 Guerra dijo del hombre que se plantaría ante el teniente coronel Tejero, mientras él se escondía debajo de su escaño:

En estos días en que hay tanto peligro e intranquilidad en los sectores institucionales, algunos se preguntan si será el momento de que el general Pavía entre a caballo en el Parlamento y lo disuelva. Yo me pregunto si el actual presidente del Gobierno no se subiría a la grupa de ese caballo.

En mayo de 1980 el PSOE presentó una moción de censura contra Suárez y con González como candidato. En el discurso de defensa de la moción, Guerra espetó:

Suárez tiene miedo al Parlamento y considera la democracia como un mal a soportar.

En sus memorias Jordi Pujol cuenta que, a finales en verano de 1980, recibió al socialista Enrique Múgica en su casa para escuchar una curiosa propuesta.

El PSOE tenía una auténtica obsesión por hacer caer a Suárez. Una prueba de ello es la visita que el destacado líder socialista Enrique Múgica me había hecho a finales del verano de 1980 a mi casa de Premià de Dalt para preguntarme cómo veríamos que se forzase la dimisión del presidente del Gobierno y su sustitución por un militar de mentalidad democrática. Manifesté mi total desacuerdo.

En octubre Enrique Múgica cenó con el general de división Alfonso Armada, gobernador militar de Lérida, y entregó un informe a la Ejecutiva del PSOE. Y en noviembre, González pidió la marcha de Suárez.

El país es como un helicóptero en el que se están encendiendo todas las luces rojas a la vez. (…) El presidente Suárez está legitimado y lo que tiene que hacer es llevar a cabo un programa. Si no puede hacerlo, ya es hora de que se lo vaya diciendo al pueblo.

Me parece inconcebible que cuando han matado a tres personas de su partido, Suárez no haya ido al País Vasco.

Descarto absolutamente la negociación con ETA.

Las conspiraciones socialistas

Hasta El País, en un editorial (31-1-1981) sobre la dimisión de Suárez, criticó las maniobras desestabilizadoras, aunque sin señalar al PSOE.

Desde casi comienzos del verano, la política española ha vivido un enfermizo clima de conspiraciones de pasillo y de maniobras extramuros del Congreso, más propio de la corte de los milagros de la España rural decimonónica que de la Monarquía parlamentaria de una sociedad moderna.

En la reunión con el Rey posterior a la dimisión de Suárez, Felipe González se ofreció a formar Gobierno, pese a que le faltaban casi 50 escaños para la mayoría absoluta y UCD tenía 40 más. ¿Contaba con varios diputados tránsfugas de UCD, como Francisco Fernández Ordóñez, que pasó en unos años de director del INI nombrado por Franco a ministro de Exteriores de González?

El PSOE estaría dispuesto a formar Gobierno si recibiera tal encargo de Su Majestad el Rey.

Francisco Laína, director general de Seguridad en esos meses, en una entrevista concedida a La Nueva España en 2009, declaró lo siguiente sobre las conspiraciones en que estaban metidos los socialistas:

Me da la impresión, por la información que tenemos de aquella época, que en la última etapa de Suárez quizás el PSOE no solamente utilizó lo que era una legítima tarea de oposición, sino que además estaba presionando y creando un clima. Sin querer decir, ni mucho menos, que estuviese propiciando ningún golpe de Estado –eso hay que dejarlo claro–, el PSOE buscaba soluciones dentro del marco constitucional, pero que no eran las normales, sino forzando al máximo la maquinaria recién nacida del orden constitucional.

Ni con el PSOE en el poder dejó Guerra de escupir infamias. En junio de 1986, el vicepresidente del Gobierno dijo de Suárez:

Estuvo a punto de desmontar la democracia, como desmontó la Secretaría General del Movimiento y como destrozó a UCD.

¿Qué dirán los socialistas ahora, cuando vayan a poner su corona de flores ante el cadáver de Suárez?

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