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Pío Moa

Mitterrand en la Casa Blanca

Hay una parte de la población con escaso apego a la libertad, con serias carencias afectivas y la suficiente inmadurez o tontería como para pensar que un político, con todo su maravilloso y en apariencia bienintencionado poder, va a satisfacérselas.

Una de las cosas más sorprendentes del comportamiento de los medios de masas, de los políticos e inducida por ellos de muchos ciudadanos de a pie, es su falta de memoria: con el triunfo de Obama, casi todo el mundo habla sin parar de "una nueva era" y de cosas por el estilo. En realidad, fenómenos muy parecidos se repiten aquí y allá, no sé si de forma cíclica, pero sí con bastante frecuencia. Carter se parecía notablemente a Obama en su buenismo y carácter políticamente correcto. Pero este caso recuerda mucho más al de Mitterrand –otro demagogo de apariencia brillante– que al mate Carter.

Mitterrand también se presentó con una multitud de promesas ambiguas y vacuas, con frases como "la fuerza tranquila", cambios en profundidad que traerían la felicidad a la gente y radicalismos palabreros que, al convertirse parcialmente en realidades –como la nacionalización de la banca– dejaron a Francia muy mal parada. En rigor, el país no se ha repuesto aún de aquella marea de demagogia.

También comparte Obama con Mitterrand un pasado por lo menos extraño. Mitterrand, antiguo colaborador de la ocupación alemana, con la suficiente elasticidad y falta de escrúpulos para cambiar u ocultar su pasado en los momentos oportunos –capaz de urdir un falso atentado contra sí mismo, entre otras muchas hazañas–, puede ser caracterizado sin exageración como un golfo político sin escrúpulos. No sé hasta qué punto era un cínico o un iluminado, da más bien la impresión de lo primero; Obama, antiguo partidario de todas las causas radicales y utópicas, típico agitador demagógico –pero no marginal sino integrado como cacique local dentro de un partido con gran poder–, tiene también mucho de cínico, pero probablemente más aún de iluminado. En este sentido recuerda más bien a Zapo. Mitterrand da la impresión de haber sido bastante más inteligente que estos otros dos.

Con toda su desvergüenza, tanto Mitterrand como Obama dominaban muy bien determinados resortes psicológicos de las masas y su demagogia suena extraordinariamente parecida. Siempre hay una parte muy considerable de la población con escaso apego a la libertad, con serias carencias afectivas y la suficiente inmadurez o tontería como para pensar que un político, con todo su maravilloso y en apariencia bienintencionado poder, va a satisfacérselas. Hay un tipo de político que sabe tocar muy bien estos puntos débiles de la gente y si enfrente tiene a contrincantes inhábiles o incapaces de entender la jugada, su éxito resulta prácticamente seguro. Con su fraseología hueca, pero sugestiva, despierta esperanzas irreales que al final pagan caras los ciudadanos.

Es una pésima noticia que alguien como Obama detente el poder de la mayor potencia mundial. Hay, no obstante, una seudo ley sociopolítica que a veces se cumple: las medidas de derecha las toma la izquierda y viceversa. En España, fue González quien hizo la reconversión industrial, chapucera probablemente, pero imposible de realizar para la derecha porque el propio PSOE se lo habría impedido; y fue Aznar quien eliminó el servicio militar obligatorio y facilitó, en una primera etapa, la política de los separatistas. Se trata de una ley falsa, ya digo, y por otra parte la democracia useña todavía goza de buena salud, mientras que la española se reduce cada vez más a una parodia. Pero tampoco puede descartarse que Obama dé más de un susto a la progresía que cuenta con él para realizar sus oscuros y contradictorios sueños. Sus torpes sueños liberticidas.

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