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Jeff Jacoby

Ideas felices y otras cosas

Quise hacer de jurado una vez –dijo la presentadora de Good Morning America en su programa–, y el juez me preguntó: '¿Puede decir la verdad y ser imparcial?' Y yo contesté: 'Eso es lo que hacen los periodistas'. ¡Y todo el tribunal se echó a reír!

Hace veinte años, la Comisión Federal de Comunicaciones tiró a la basura la no muy imparcial Doctrina de la Imparcialidad. Ahora flota en el aire la posibilidad de que resucite, pues los demócratas, quejándose de que el debate radiofónico está dominado por conservadores, han comenzado a presionar para que Washington vuelva al negocio de arbitrar discurso público.

“Es hora de reintroducir la Doctrina de la Imparcialidad”, anunció el 27 de junio el senador Dick Durbin, de Illinois. Han hecho el mismo ruido el senador John Kerry, de Massachusetts, y Diane Feinstein, de California. Del otro extremo, mientras tanto, ha habido cierta respuesta: los senadores republicanos Norm Coleman, de Minnesota, y Jim DeMint, del Carolina del Sur, presentaron una propuesta de ley para impedir que la Comisión la resucite.

No obstante, más que un debate sobre la Doctrina de Imparcialidad, lo que deberíamos tener es uno sobre si la radio y la televisión deberían estar reguladas por el Estado. La justificación estándar para esa regulación es que las ondas son propiedad pública. Solamente existe un número finito de frecuencias de emisión, dicen los estatistas. Si el Estado no fuera el propietario y extendiera licencias, el resultado sería el caos.

Bueno, el caso es que también hay una cantidad limitada de terreno. Pero nadie argumenta que el suelo debería ser nacionalizado y administrado por los federales. Es obvio que el terreno puede comprarse y venderse en un mercado libre sin acabar en la anarquía. ¿Por qué debería ser distinto el espectro de emisión?


Los candidatos presidenciales demócratas han acordado celebrar otro debate televisivo, centrándose éste en asuntos relativos a la homosexualidad. Los patrocinadores son la Campaña de Derechos Humanos, un lobby homosexual, y Logo, un canal de televisión por cable de temática homosexual, que emitirá el acto en directo desde Los Ángeles el 9 de agosto. El presidente de la Campaña de Derechos Humanos, Joe Solmonese, moderará junto a la rockera lesbiana Melissa Etheridge.

Pueden llamarlo "debate" si quiere, pero sin duda será un concurso por ver quién es más adulador, en el que cada candidato intentará aparecer como quien más lealtad jura al programa de la izquierda homosexual. Bueno, ¿por qué no? Si yo fuera un candidato demócrata, también explotaría la posibilidad de ocupar plano ante una audiencia amistosa. De hecho, si fuera candidato Republicano, también tomaría parte del debate. ¿Por qué desaprovechar la publicidad gratuita y la posibilidad de ser visto y escuchado?

Éstos son los mismos demócratas, por supuesto, que rechazan debatir en Fox News por tener objeciones a su orientación política. Que lo hagan. Pero, ¿qué dice sobre sus prioridades el que cortejen con alegría al pequeño nicho de audiencia de Logo, pero rechacen a la audiencia mucho mayor que ve la Fox?


Una prueba más de que la crisis de inmigración es en realidad una crisis de integración es el lío que se ha montado en Boston sobre si los nombres de candidatos en papeletas escritas en chino deberían ser impresos en inglés o transcritos al chino. Dado que tales transcripciones pueden tener significados ridículos involuntarios –el nombre del alcalde Thomas Menino, por ejemplo, se puede leer como "basura bárbara sin ideas propias"– el principal funcionario electoral del estado insiste en que los nombres permanezcan en inglés. El Departamento de Justicia y los activistas de la comunidad china insisten en que se coloquen en chino. Aparentemente, a nadie se le ha ocurrido sugerir que los ciudadanos estadounidenses que votan en comicios estadounidenses deban hacerlo en el idioma de la vida pública estadounidense.

Las papeletas en dos idiomas, ordenadas por ley en 1992, son incompatibles con la tradición norteamericana del E Pluribus Unum. Una multitud de orgullosas identidades étnicas conformaron el vibrante mosaico cultural de este país, pero su reemplazo por una identidad norteamericana compartida es indispensable para que exista una ciudadanía hecha y derecha. Un elemento crucial de esa identidad es el dominio del inglés, elemento que socavamos al facilitar papeletas en idiomas extranjeros a ciudadanos que no comparten la lengua común.

Los inmigrantes saben que para seguir un partido de los Patriots, leer un callejero de Boston o pedir comida del menú de Legal Sea Foods, es necesario saber inglés. Si merece la pena hacer ese esfuerzo por el fútbol o por un tazón de sopa de pescado, ciertamente vale la pena hacerlo por el derecho a votar.


Los periodistas saben que su profesión no se tiene en alta estima. Encuesta tras encuesta lo confirma. El pasado noviembre en Gran Bretaña, por ejemplo, en una encuesta que medía el grado de confianza en diecinueve profesiones, los periodistas aparecían en último lugar. Hasta los políticos lograron superarlos.

Pero una cosa es saberlo en abstracto y otra es darte de bruces con ese hecho, como Diane Sawyer puede atestiguar. “Quise hacer de jurado una vez –dijo la presentadora de Good Morning America en su programa–, y el juez me preguntó: '¿Puede decir la verdad y ser imparcial?' Y yo contesté: 'Eso es lo que hacen los periodistas'. ¡Y todo el tribunal se echó a reír! Fue la experiencia más dolorosa que creo que haya vivido jamás."

Cuanto más imparcial y precisa asegura ser la prensa, menos de acuerdo parece estar la opinión pública. No está claro que Sawyer se diera cuenta, pero esa carcajada tenía un mensaje.

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