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EDITORIAL

El islamismo sigue avanzando en Pakistán

Los islamistas han descubierto desde hace tiempo que las elecciones no tienen por qué ser un problema para ellos cuando disponen del recurso del terrorismo para asesinar a candidatos incómodos.

Pakistán es uno de tantos países en poner de manifiesto aquello de que lo peor de la colonización fue la descolonización. Creado artificialmente de la nada como secesión musulmana de la India mayoritariamente hindú, no ha sido desde su independencia lo que se dice un remanso de estabilidad; su historia ha consistido en una continua y sangrienta alternancia entre gobiernos democráticos corruptos y dictaduras militares. Con las elecciones prevista para el 8 de enero, Musharraf pretendía forjar una alianza entre ambos contendientes tradicionales frente al creciente poder del islamismo en el país, esperanza que el asesinato de Benazir Bhutto y la consecuente retirada de Nawaz Sharif parece haber destruido.

Los islamistas han descubierto desde hace tiempo que las elecciones no tienen por qué ser un problema para ellos cuando disponen del recurso del terrorismo para asesinar a candidatos incómodos. Y pocos podían ser menos agradables al islamismo que una mujer laica y pro-occidental. El atentado, bien diseñado para evitar fallos como los que provocaron que fallaran las primeras intentonas de magnicidio, ha puesto de relieve que hacer política es una tarea poco menos que imposible en buena parte del globo, y que requiere de un valor casi suicida.

La historia de Pakistán pone de relieve las enormes dificultades que conlleva la construcción de un estado democrático en un país en el que se carece de las instituciones y los comportamientos que la hacen posible. Unos problemas que se acrecientan cuando la religión mayoritaria en el país es el islam, como pone de relieve el distinto camino seguido por la India y Pakistán. Precisamente por eso no hay que ser ingenuos y pensar que este horrendo crimen ha destruido el inminente nacimiento de una democracia liberal en Pakistán. Ese punto nunca estuvo en la agenda de nadie ni está en el horizonte del país en un futuro cercano.

El problema, y el peligro, es que Pakistán es una potencia nuclear y un Estado incapaz de controlar parte de su territorio, que es gobernado de hecho por los talibanes. Buena parte de las instituciones del Estado, incluyendo los servicios de inteligencia y el Ejército, están infiltradas hasta el tuétano por los islamistas. El terrorismo es una de sus principales exportaciones al mundo, especialmente a Gran Bretaña. Nada de lo que pase allí puede despacharse despreciándolo como algo que sucede en la otra punta del mundo y que nunca nos va a afectar. Pakistán podría incluso llegar a ganarle la mano a Irán y convertirse en el primer Estado islamista nuclear, un suceso que abriría una nueva era en lo que al terrorismo se refiere.

Las elecciones y el propósito al que servían –que, insistimos, no era el restablecimiento de una democracia liberal que nunca ha existido en el país– parecen haber muerto con Benazir Bhutto, lo que supone un gran éxito para el islamismo. Habrá que esperar a ver si se suspenden o se mantienen pese a todo, y si Musharraf vuelve a sobrevivir a esta nueva crisis. Pero en esa región del mundo, el pesimismo parece la mejor guía para interpretar lo que está sucediendo.

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