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EDITORIAL

Navarra dice no al anschluss

Miguel Sanz, presidente de la Comunidad Foral Navarra, ha anunciado que modificará la Ley Foral de Símbolos para sancionar a los ayuntamientos que exhiban la ikurriña entre sus enseñas oficiales. Aunque el PSOE –no digamos los nacionalistas– hayan tachado su iniciativa de “inoportuna” o “antidemocrática”, nada hay más oportuno –sobre todo en el momento actual– y democrático que hacer respetar la ley y poner freno a la fiebre expansionista y totalitaria del PNV y sus socios batasunos, que hablan de Navarra como un “territorio” a anexionar –tal y como ha denunciado recientemente Sanz–, al margen de cuál pueda ser la voluntad de los navarros.

Ha tenido que pasar casi una generación desde la llegada de la democracia a España para que la ciudadanía y, sobre todo, la clase política, empiecen a superar el absurdo complejo de culpa por el “pecado original” del centralismo franquista, fabricado, inducido y admirablemente explotado por los nacionalistas vascos –también por los catalanes– con el apoyo, hasta tiempos muy recientes, de la izquierda. Hasta Estella, y mientras el PNV mantuvo una apariencia de moderación y de talante democrático, toda cesión ante el beligerante victimismo nacionalista, por infundadas que fueran sus razones y por evidentes que fueran las falsificaciones de la historia en las que apoyaban sus demandas, era una especie de obligación moral destinada a purgar los pecados políticos –reales o ficticios– del régimen anterior para que los nacionalistas se sintieran “a gusto” en España.

Una de esas concesiones al victimismo del PNV fue la inclusión de la Disposición Transitoria Cuarta de la Constitución, que contempla una hipotética incorporación de Navarra al régimen autonómico vasco. Sin embargo, la unión de los territorios vascos –y no al contrario, como hoy pretenden los nacionalistas– con Navarra tuvo lugar durante un periodo histórico relativamente corto, entre los siglos XII y XIV, que fueron los de mayor expansión de este reino peninsular, siendo el resto del tiempo parte –con sus fueros– del Condado o del Reino de Castilla. Otra de las concesiones al nacionalismo vasco fue la imposición de la bandera del PNV –que imita a la union jack británica– a todos los vascos, sin ninguna tradición histórica, paradójicamente, que la avalara.

Si existe alguna “nacionalidad histórica” con derecho a esa denominación es precisamente Navarra, el último reino que se incorporó –en 1512, veinte años después que el de Granada– a la Corona española y que, desde entonces, ha conservado –aunque con algunas interrupciones– sus fueros. Por tanto, si existe algún supuesto derecho de “reunificación” de los territorios vascos, éste correspondería a Navarra, y no al País Vasco. En cuanto a las banderas, si hay alguna con raigambre histórica es precisamente el blasón de cadenas navarro, que data de la hazaña de Sancho el Fuerte –dice la tradición que rompió de un mandoble las gruesas cadenas que servían de valladar a la tienda del rey moro– en la batalla de las Navas de Tolosa (1212), cuando los vizcaínos todavía formaban parte de Navarra.

Sin embargo, los nacionalistas vascos han conseguido hasta ahora, no sólo hacer tabla rasa de la Historia, sino rescribirla a su antojo e imponer sus símbolos dentro y fuera de su cortijo, ante la pasividad de los sucesivos gobiernos de la democracia. Por ello, la iniciativa del presidente navarro marca un punto de inflexión en la tendencia claudicante de cara al nacionalismo y abre una puerta a la esperanza de recuperar, siquiera una pequeña parte, del terreno que los nacionalistas vascos (incluidos los batasunos) han robado a la libertad y a la verdad histórica con su victimismo, sus mistificaciones, su coacción y, también, sus asesinatos.

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