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EDITORIAL

Constitución Europea: una forma sin substancia

La elaboración de una constitución común a varios Estados ha de ser la etapa final de un largo proceso de convergencia económica y política deseada por los ciudadanos de todos esos Estados. Ha de ser la consecuencia lógica y la ratificación formal de una situación de hecho: la confluencia de intereses, de aspiraciones y, no menos importante, de idiosincrasias y factores culturales en una nueva entidad nacional con personalidad propia que sea algo más que la amalgama de las personalidades, de las particularidades y de los intereses de sus integrantes.
 
Es cierto que la Unión Europea, en su estado actual, es algo más que una mera unión aduanera y monetaria. Existe legislación común en materia económica y fiscal, existe un embrión de jurisdicción común, como es el Tribunal de Estrasburgo, y existe también un remedo de poder Ejecutivo y Legislativo. Eso sí, existen más por la voluntad de políticos y burócratas que por deseo evidente y contrastado de los ciudadanos. Sin embargo, la Unión Europea está aún muy lejos de ser una verdadera unidad política. La integración económica no ha producido todavía los suficientes consensos e intereses comunes para elaborar una política económica común ni, por supuesto, una política exterior común (sólo hay que ver las diferencias del Reino Unido con Francia y Alemania, por poner un ejemplo).
 
Es más, la única alianza político-militar común a la mayoría de los países de la Unión Europea es la OTAN, donde la nación líder es EEUU. Y de hecho, los nuevos miembros de la Unión Europea, que en la guerra fría no pudieron elegir sus alianzas, confían más en la alianza con EEUU a través de la OTAN que en la inexistente política exterior común de una Unión Europea que, por sus divisiones internas, fue incapaz de poner fin al genocidio de los Balcanes, que se desarrolló justo al otro lado de sus fronteras.
 
Y por si fuera poco, en la Unión Europea no existe, ni de lejos, algo que pueda llamarse una idiosincrasia común. Es cierto que un británico y un griego, por poner un ejemplo, comparten muchas más costumbres, creencias y convicciones entre sí que con un japonés. Pero también es cierto que un norteamericano y un británico son muchísimo más parecidos en sus respectivas idiosincrasias de lo que pudieran serlo un británico y un italiano. Análogamente, un español y un italiano tienen muchísimo más en común entre sí que con un chino o incluso que con un estadounidense. Pero no es menos cierto que un español y un iberoamericano se parecen más entre sí que un español y un italiano.
 
Es cierto que la Unión Europea ha aportado cosas muy positivas, como el fin de las guerras y de los conflictos que han ensangrentado y destruido Europa a lo largo de su historia. Es preciso admitir que las incruentas batallas que políticos y funcionarios libran en Bruselas para ganar cuotas de poder nacional y para canalizar fondos europeos a sus respectivos países son muy preferibles a los conflictos diplomáticos y comerciales, a los cierres de fronteras y, desde luego, a las guerras. Y es cierto que el libre comercio y la libre circulación de capitales han sido auténticas bendiciones para todos los europeos, especialmente para los países menos desarrollados. Pero, a cambio, hemos de soportar una megaburocracia con fuertes tendencias intervencionistas, cuyas funciones, costes y competencias son un arcano para la inmensa mayoría de los europeos.
 
En estas condiciones, no parece muy razonable ir más allá en el proceso de cesión de soberanía que implica una unión política que aún está muy lejos de madurar. Las revoluciones "desde arriba" adolecen siempre de un toque de despotismo ilustrado y, por ello, no suelen dar buenos resultados. Sobre todo cuando la mayoría de la población es indiferente a ellas o no siente la necesidad de hacerlas. Los políticos europeos deberían tomar buena nota de que la opción ganadora en las elecciones del 13 de junio fue la indiferencia –cuando no el rechazo– hacia los asuntos de Bruselas.
 
Y también deberían saber que la Constitución Europea no convertirá a Europa en una nación, ni tampoco en una unidad política hasta que franceses, alemanes, británicos, italianos, polacos, españoles, etc., cuando sean preguntados por su nacionalidad, respondan que son europeos de Francia, europeos británicos, europeos de Italia o europeos de España; en lugar de decir que son franceses, italianos, británicos o españoles. O al menos hasta que la agrupación de los diputados europeos en tendencias políticas deje de ser un mero artificio desmentido por la disparidad de intereses y de vetos nacionales presente, por ejemplo, en la elección del Presidente de la Comisión.
 
La Constitución Europea no es, por tanto, la ratificación formal de una realidad política de hecho. No es más que una forma sin substancia. Un innecesario inventario de derechos y libertades fundamentales, presentes ya en las constituciones de todos los países miembros, y, sobre todo, un grandilocuente pretexto para alterar, a favor de Francia y Alemania, las relaciones de fuerza y de poder acordadas en Niza. Por cierto, necia e insensatamente malbaratadas, en lo que toca a España, por el Gobierno de Zapatero.

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