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Agapito Maestre

Un hombre de una pieza, ¡viva Wojtyla!

Sin necesidad de recurrir a teoría alguna, este Papa ha vuelto a la esencia del cristianismo. Ha muerto el hombre que nos ha enseñado a no tener miedo.

Nada más oír la noticia de la muerte del Papa comencé a escribir. Tenía muchas notas sobre la mesa, pero preferí no consultarlas. Bastante tenía con poner en orden los atropellados pensamientos que me habían surgido, mientras hablaba con un par un par de amigos unas horas antes de su muerte. No pude sustraerme, sin embargo, al tópico de escribir la fecha de un día histórico para el mundo. El sábado, 2 de abril, a las 21:37 horas de la noche, el Papa había muerto sin querer bajarse de la cruz. Nos había exigido que sin agonía, sin lucha, no hay fe. Un hombre entero. Un hombre transparente. Un hombre veraz. Nada menos que todo un hombre, diría el cristiano Unamuno, había muerto. Viva Wojtyla. Estaba emocionado, porque un hombre de una pieza, un estruendo, que nos despertó de la anarcosis del siglo XX, había muerto. A su lado todos parecíamos enanos. Se hizo a todos, como San Pablo, para ganarse a todos.
 
Inmediatamente me percaté de que resultaba absurdo pasar revista a su contribución a la Iglesia de hoy. Su cruz, su sufrimiento, su sentimiento de divinidad, su sentido trágico de la vida y de los hombres, en fin, su religión eran insobornables. Su fe era insoluble en ninguna forma de moral racional. Estábamos ante un hombre de una pieza. Un hombre que no daba, que no cedía, sino que exigía. Estábamos ante un patrón. Una medida de la humanidad. Todos teníamos que pasar, pues, por ese patrón de medida universal. Patrón católico. Todos teníamos que medirnos con él. Ante esa vara de medir nadie con dos dedos de frente puede dejar de entonar un mea culpa. En mi caso, como el de cientos de intelectuales deformados por una ilustración insuficiente e insatisfecha, también tenía que empezar entonando mi propia incapacidad para comprender a un patrón de medida universal. Toda una referencia moral. También yo me equivoqué con la estulticia de quien miró a este hombre con las categorías de "retrógrado", "conservador", o acaso "progresista".
 
Ninguno de esos conceptos o fórmulas valen para enjuiciar a quien es desde el principio de su pontificado un patrón de medida. Las "razones" sin vísceras son falsas. La razón es apasionada y con fe o no es. Milenarismos, teologías de la revolución y cosas así son conceptos vacíos ante un hombre de una sola pieza. Un hombre que ha sabido decir al mundo que la dignidad más alta es servir. Imposible reducir la religión a los esquemas de la mera razón. La religión es vida, dolor, agonía, ser puente entre Dios y el hombre. He aquí el Papa que más ha merecido el Pontificado. El Papa que ha servido, pues, con mayor dignidad a las dos dimensiones básicas del crucificado. Primera: vocación ecuménica, universal, que ha hecho real con sus cientos de viajes para comunicar el evangelio. Tenía una buena nueva y tenía que comunicarla. Segunda: la difusión de la fe sólo podía llevarse a cabo tomándose muy en serio la posibilidad de llegar al cielo. Quizá por eso ningún Papa ha hecho tantos santos, mártires y beatos como Juan Pablo II. He ahí el mayor reconocimiento que ha tenido el ciudadano cristiano en el siglo XX: murieron por la fe. Murieron sólo porque eran nada más y nada menos que cristianos. Y si sólo por ser cristianos, dijo Juan Pablo II, murieron en la guerra civil española miles de personas, entonces habrá que reconocerlos como ejemplos vivos de santidad. ¡Están salvados!
 
Su legado es fácil de memorizar: porque el hombre es sufrimiento, dolor, exige compasión antes que socorro, amor antes que limosna. Mostrar al mundo el dolor es volver al mensaje de Cristo. Volver a saber qué significa llevar una cruz al cuello. Sólo los que sufren saben bien el mensaje del Papa. Fue un hombre bueno, pregonan los que sufren. La imagen del dolor del Papa ya ha quedado “impresionada” como símbolo de liberación de millones de seres humanos. Sin necesidad de recurrir a teoría alguna, este Papa ha vuelto a la esencia del cristianismo. Ha muerto el hombre que nos ha enseñado a no tener miedo.

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