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Pablo Molina

Un golpe de estado difuso

He aquí, para el que lo quiera ver, un modélico golpe de estado difuminado a lo largo del tiempo, con sus correspondientes dosis de anestesia local en forma de tregua etarra.

El debate previo a la votación en el Congreso del nuevo estatuto de Cataluña, ha tenido la virtud de permitir que constatemos, aparte de la mediocridad de la clase política actual, qué es lo que subyace tras el patetismo de las continuas invocaciones a la nación catalana. "Que nos permitan ser lo que somos", clamaba Puigcercós desde la tribuna del hemiciclo. Aparte de que uno no siente que esté impidiendo nada a los ciudadanos de Cataluña, resulta difícil ser algo distinto de lo que uno es (disculpen el trabalenguas pero es que los nacionalistas hablan así).

En trances políticos de esta magnitud se echa en falta una inteligente pedagogía constitucional, de la que han dimitido desde hace dos décadas la plantilla de constitucionalistas orgánicos de la Universidad española. El prebendismo pasa factura a la inteligencia y los profesores universitarios son especialmente proclives a la servidumbre política. ¡Ay de los constitucionalistas españoles! Me consta que en sus aquelarres científicos ni uno sólo abre la boca para afearle al ministro de la subvención la conducta errática y golpista de su gobierno. ¿Dónde están los catedráticos de derecho constitucional en estos momentos cruciales? Probablemente muy ocupados intentando que los inviten a leer ponencias en el congreso, o los lleven a pastar a restaurantes de lujo. En esta batalla, salvo contadas excepciones, ni están ni se les espera.

De existir hoy en España verdaderos juristas de Estado, como lo fueron en su día el liberal-conservador Nicolás Pérez Serrano, o el agudísimo Javier Conde, su voz se haría oír denunciando esta gran farsa política a la que los socialistas y los nacionalistas han convidado, una vez más, a España. Aunque la constitución histórica de España, la "constitución prescriptiva" que decía Burke, es inmune a los trapicheos de nuestra izquierda, la "desconstitucionalización" de la Carta del 78 rubricada ayer por el Parlamento está preñada de consecuencias. Es, de entrada, un golpe de Estado de nuevo cuño: Schmitt lo llamó "Revolución legal". A mi me parece un "golpe silencioso". Los primeros en ponerlo en práctica fueron los juristas nazis que desconstitucionalizaron la Constitución de Weimar, a principios de 1934, rogando la infausta Ley de autorizaciones.

Guido de Ruggiero escribió en los albores del siglo pasado una hermosa diatriba contra los nacionalismos étnicos en contraposición al liberalismo, para concluir que el objetivo de los separatismos no es la nación, sino controlar el poder del Estado. Él decía que los nacionalismos identitarios acaban siempre adquiriendo tendencias autoritarias y despóticas a fin de someter a la voluntad de unos cuantos políticos la nación entera. La sensación después de ver el citado debate es exactamente esa.

Los dignatarios separatistas (dicho sea únicamente con ánimo descriptivo) han cifrado todas su exigencias en algo mucho más prosaico que la reparación de los sentimientos de una nación entera dañados durante siglos de centralismo. En dos palabras, más pasta. Más dinero, no para dejarlo en el bolsillo de los ciudadanos, sino para las arcas del gobierno catalán, que es algo bien distinto. Decía el jueves Puigcercós que para realizar más "políticas activas de integración" (sic) y solucionar el problema de la existencia de un gran número de jóvenes que gana menos de mil euros al mes (¡!), es necesario engordar mucho más las arcas del tripartit. Pero ni siquiera así se colmarán sus aspiraciones; las suyas y las de Durán Lleida, cuyo lugar en la Historia no envidia nadie, pues ya advierten que este nuevo estatuto es algo provisional; "un debate cerrado en falso" que habrá que reabrir en un par de años. He aquí, para el que lo quiera ver, un modélico golpe de estado difuminado a lo largo del tiempo, con sus correspondientes dosis de anestesia local en forma de tregua etarra.

Y todo de forma desinteresada, como los grandes políticos, simplemente para que los ciudadanos (y ciudadanas) catalanes (y catalanas) sean más felices. De hecho ya han pasado de serlo un 3% con CIU a un 20% con la muchachada de Carod. Diecisiete puntos de incremento en tan sólo media legislatura. No está nada mal.

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