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Santiago Navajas

'London calling'

En la que fue cuna de la revolución industrial que puso en marcha la Gran Transformación liberal hay indicios de agotamiento en la vida cotidiana.

En la que fue cuna de la revolución industrial que puso en marcha la Gran Transformación liberal hay indicios de agotamiento en la vida cotidiana.
El London Eye | Pixabay/CC/itmlux

La última vez que visité Londres, hace pocos años, no había ni roaming de datos gratis, ni Uber ni Airbnb. La innovación característica de la globalización capitalista ha hecho que viajar sea mucho más cómodo, barato y gratificante. Así, a la multiplicidad de apartamentos baratos (900 euros por cinco noches, cuatro personas, junto a Hyde Park) y las plazas de avión de coste reducido (150 euros ida y vuelta, Easyjet e Iberia) se une la comodidad del uso de internet en Oxford Street como si fueras por la Gran Vía.

Sin embargo, en la que fue cuna de la revolución industrial que puso en marcha la Gran Transformación liberal hay indicios de agotamiento en la vida cotidiana. Tanto en lo tecnológico como en lo cultural y social. Hay dos aspectos que sorprenden a un español que visita la capital británica: que el agua salga caliente en los grifos de los WC de los pubs y que los londinenses desconozcan el invento del aire acondicionado, lo que lleva a que sea fácil sufrir una lipotimia en el metro o en los buses en plena canícula. Tampoco deben de saber que existen unos artefactos, llamados aspersores, de gran ayuda cuando llega el verano y los antaño siempreverdes parques británicos amarillean como un campo de rastrojos en Jaén. La cerveza sigue sirviéndose tibia… Por cierto, busquen por toda la ciudad los pubs de la cadena Wetherspoon, que sirven gratis una pinta con la hamburguesa o el brunch.

A pesar de que allí están al borde de un ataque de nervios entre el Brexity la plaga de acuchillamientos y ataques con ácido (volveremos a esto), Londres sigue siendo muy disfrutable. En verano, los conciertos de música clásica en el Royal Albert Hall, los célebres proms, son una gozada. Por un puñado de libras (solo 9 si quiere estar lo más cerca posible del escenario, aunque de pie) se puede disfrutar de un espectáculo brillante en un ambiente arreglado pero informal. La costumbre británica de beber mientras se disfruta del espectáculo ayuda a que el público sea especialmente entusiasta y agradecido. Fundamentalmente le dan a un mejunje conocido como pimm’s, bebida veraniega al estilo de la sangría pero elaborada con ginebra, a la que añaden frutas y pepino. En platea, donde el respetable está de pie, algunos espectadores se arrancan a capella en el intermedio del programa, cuando se interpreta el concierto para cello de Shostakovich y las danzas sinfónicas de Rachmaninoff.

Los museos públicos continúan con esa magnífica gratuidad que deberíamos copiar (se pide una donación de cinco libras), y la National Gallery –donde está mi pintura favorita de la historia, la Ariadna en Naxos de Tiziano, además de los Turner de rigor, la Venus en el espejo de Velázquez (afortunadamente, no se ven islamistas por los museos ni en los proms, no fuera a ser que les diese un ataque de moralina iconoclasta) y esa obra que misteriosamente desapareció de España, la enigmática El matrimonio Arnolfini de Van Eyck– y la Tate Modern –donde un año más me dicen más que no tienen expuesta la Mierda de artista de Piero Manzoni y, a cambio, me consuelan con la otra gran obra escatológica del siglo XX, el Urinario de Duchamp– son visitas obligadas (aunque deteste usted el arte clásico o contemporáneo, los edificios son magníficos).

Dado que los ingleses nacen con una guitarra eléctrica bajo el brazo, es fácil encontrarse conciertos improvisados por todas partes, tanto de músicos callejeros como más profesionales en pubs, y shows como los que se suelen montar por la noche en la orilla del Támesis a los pies de la Gran Noria (The London Eye para los nativos, que, por supuesto, jamás se han subido en lo que es un clásico atractivo para turistas accidentales).

Lo que se ahorra en museos y conciertos gratuitos se puede gastar (también ha pasado a la historia lo del cambio de moneda para tener libras, porque absolutamente todo se paga con tarjeta) en los pubs y las tiendas del Soho, que merecen que se les reserve un par de cientos de euros para la moda de calidad estrictamente inglesa, que compite con la económica de Zara y compañía. Por ejemplo, en Oliver Spencer o L'Estrange (echen un vistazo a sus pantalones 24 Trouser –125 libras, con lista de espera– o a su cazadora Hood –165 libras–). También merece la pena visitar las tiendas de discos de segunda mano, por ejemplo Phonica Records, donde busco un vinilo de God Shuffled His Feet de Crash Test Dummies, fundamentalmente por la portada, dedicada a la pintura de Tiziano que cité antes (no la encuentro y me la compro en Ebay, otra joya de la globalización capitalista).

Hay dos calles eminentemente musicales en las que hay que hacerse una foto icónica. La primera es Abbey Road, donde siguen los míticos estudios en que los Beatles grabaron algunos álbumes. En el paso de cebra que está en la puerta se hicieron una fotografía que hoy imitan los devotos de la banda ante la paciencia infinita de los conductores. El día que la visito, un argentino aprovecha y en mitad del paso de cebra le pide a su novia que se case con él. Ella acepta. Vítores entre los beatlemaníacos concentrados. Más tarde me entero de que Paul McCartney estaba ese mismo día en los estudios y repitió la foto. El original haciendo de turista de sí mismo. Abbey Road está casi igual que hace cincuenta años, pero al 23 de Heddon Street, un callejón junto a la célebre Regent Street, no lo reconocería un resucitado David Bowie. Allí proliferan restaurantes y bares para que la joven beautiful people de los locales comerciales de alrededor pueda tomarse copas y sushi tras el trabajo. Pero cuando Bowie se hizo allí la foto que sería la portada de The Rise and Fall of Ziggy Stardust and The Spider from Mars, una noche fría y lluviosa, tenía pinta más bien de ser un callejón de mala muerte. Si en lugar del sushi prefieren algo más idiosincrático, les sugiero que prueben los Scotch quail eggs (huevos empanados) en el bar 3 and 6de la planta para caballeros del centro comercial favorito de la realeza, Fortnum & Mason (donde podrán adquirir su famosa colección de diversos tés).

Entre la habitual multitud abigarrada de la ciudad que más imita en Europa al Los Ángeles multicultural de Blade Runner destacan las mujeres con burka o niqab, cada vez más numerosas no solo en East London, donde se halla una de las grandes mezquitas en las que los hombres entran por la puerta central y las mujeres por la lateral (Dinamarca acaba de prohibir esa retrógrada vestimenta, sumándose así a países como Francia. El debate sobre los límites de la indumentaria cuando afecta a la seguridad pública seguirá creciendo en una Europa que apuesta por la diversidad pero no a cualquier precio). En el mercadillo callejero situado junto al mercado pijo y cool de Old Spitalfields Market, donde a finales del siglo XIX mataba a pobres prostitutas el infame Jack el Destripador, es habitual ver a un sij vender bragas a musulmanas veladas hasta la nariz. A alguna ortodoxa musulmana he visto combinar el más riguroso negro con el colorido de unas zapatillas de Balenciaga mientras pasaba junto a un par de lesbianas besándose. En los antípodas de las mujeres alicatadas hasta las cejas pueden verse hombres con falda escocesa, ya sea en bodas anglicanas en la catedral de San Pablo o en cualquier pub, acodados en la barra. Los segundos parecen muy felices en su falta de complejo; las primeras, ni idea por razones evidentes.

En este ambiente multicultural, los rascacielos erigidos por arquitectos célebres –como el Supositorio de Norman Foster (oficialmente la torre de Swiss Re, en 30 St Mary Axe) o los nuevos de la manzana de Bishopsgate, que se pueden contemplar trazando un fastuoso skyline desde la base del que sigue siendo el más alto, la pirámide de 310 metros de The Strand– se antojan torres de Babel para un mundo globalizado al que los británicos se resisten, acosados por una inmigración que ha puesto en crisis su identidad nacional. Una crisis que podría ser una oportunidad de renovación pero también un empujón hacia la barbarie del resentimiento. Porque Londres es ahora mismo la capital más peligrosa de Europa. Como decía, hay una plaga de acuchillamientos y, todavía peor, se ha puesto de moda arrojar ácido. La última víctima, un niño de tres años al que tres tipos desenmascarados buscaron específicamente en un supermercado sin importarles que el local estuviese plagado de cámaras de seguridad. De camino a Hackney, el barrio de moda, donde se encuentra la terraza más juvenil y progre (Netil House), para seguir bebiendo pimm’s como si mañana no fuésemos a tener resaca, unos ominosos anuncios cuelgan de las farolas advirtiendo a los criminales de que están entrando en "una zona cuyas instalaciones están protegidas por SmartWater" (un líquido en los objetos que luego puede servir para investigar la trazabilidad de los mismos).

Las tensiones étnicas e identitarias están en la base tanto del debate sobre el Brexit, que tiene al país al borde de la crisis no solo económica y política sino existencial, como de la guerra cultural que ha llevado a unos estudiantes universitarios de Manchester, al menos la turba de puritanos iconoclastas que odian la cultura, a tapar un mural con un célebre poema de Rudyard Kipling con otro de la poeta norteamericana Maya Angelou. Evidentemente, cualquier amante de la poesía que sea tolerante y abierto considera que tanto Kipling como Angelou pueden convivir en paz y armonía. Sin embargo, para estos activistas sociales el gran enemigo es la cultura, que subordinan a su torticero onanismo ideológico. Así que, para sus estrechas mentes de inquisidores, hay que destruir al hombre blanco muerto, simbolizado por Kipling, y sustituirlo por la mujer negra, también muerta pero compatible con sus dogmas multiculturales (ignoro si Angelou era lesbiana, pero puntuaría mucho en la tabla de victimismos de los catalogadores espurios de privilegios).

Sin embargo, el multiculturalismo también tiene sus ventajas. Cuando las cocinas de los pubs habituales británicos cierran, a eso de las 11, todavía tenemos los españoles la oportunidad de comer nativos fish and chips o importados kebabs en los restaurantes árabes o indios que tienen un horario más internacional. A este paso conseguiremos las tropas de turistas y las avalanchas de inmigrantes, aliadas con el aumento de las temperaturas, que empiecen los indígenas a desechar la moqueta e introducir la climatización. Y, con un poco de suerte y un mucho de lucidez, se quedarán en la UE. Londres bien vale otro referéndum.

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